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¿Variedad o variación? Por milenios las culturas expansivas enlazaron territorios cada vez más extensos. El resultado fueron mixturas. Entreveros en los que sin embargo persistía la variedad pues las antiguas formas de dominación y exacción no castigaban la diferencia. Así el expansionismo no sólo era compatible con la diversidad sino que la ponía en acto pues gracias al contacto -aun si rasposo- los diversos se reconocían como tales. Los antiguos imperios eran inicuos y despóticos pero plurales. Y aun pluralistas, en tanto que su grandeza estaba en imperar sobre los diversos, sobre los exóticos, sobre los “bárbaros”… término que al comienzo no tenía una connotación puramente negativa sino ambivalente. Con el colonialismo moderno, y sobre todo con el imperialismo, globalizar deviene por vez primera sinónimo de emparejar. Y es que con estos órdenes sociales lo que comienza a fluir por el planeta ya no son sólo mercancías sino también capital, es decir la uniforme manera de producirlas y consumirlas. El orden capitalista es homogeneizador y persecutorio de la otredad no sumisa, de la otredad no amaestrada. Un orden de apariencia multicolor pero en el fondo unánime y serializado donde la alharaca de la diversidad epidérmica sirve para ocultar la sorda monotonía sustancial. Vista de cerca, la del gran dinero es una globalización diversifóbica y diversicida. Hay sin embargo una diversidad que la modernización exalta y preconiza. No más la vieja diferencia que se desplegaba en el espacio, sino la nueva diferencia que se monta en el tiempo. Ya no las pluralidades coexistentes, sino la pluralidad que conlleva el porvenir. En vez de real variedad aquí y ahora, promesas de variación. Donde priva el paradigma del progreso la otredad virtuosa se refugia en el futuro: es bueno que hoy todos seamos iguales porque gracias a eso mañana todos seremos distintos. En su forma más trivial, la futurización de la diversidad buena, de la diversidad aceptable, deviene culto a la moda, obsesión por la novedad. Los otros ya no están en el oriente, en el continente negro o en ultramar. Los nuevos otros ya no son amenazantes sino amables porque los otros somos nosotros; nosotros dentro de unos años, unos meses, unos días…; nosotros cuando tengamos el nuevo look y el nuevo I pad… Pero -deportada al futuro- la diferencia se achata, la variación se esteriliza. Incapaces de aceptar a los otros que son nuestros contemporáneos, nos volvemos también incapaces de ser otros nosotros mismos, incapaces de soñar futuros realmente diferentes, futuros imposibles. Paradójicamente, la fetichización de la historia nos regresa al presunto tiempo circular de los antiguos pero vuelto posmoderno carrusel. Resistir a un sistema gatopardesco que te empareja para que algún día tengas derecho a ser diferente es amachinarse en la diversidad realmente existente, es reivindicar la diversidad constatable aquí y ahora, es revalorar la diversidad sincrónica. El riesgo está en que con esto nos volvamos conservadores. Me explico: en un mundo donde las transformaciones de fondo van encaminadas a emparejar y luego se cambia todos los días para que todo siga igual, sin duda la primera tarea es salir al paso de las reformas estructurales, enfrentar las ominosas mudanzas sistémicas que al propiciar la minería a cielo abierto, las grandes presas, las plantaciones transgénicas… hacen tabla rasa de la polifonía natural y social. Lo más importante, hoy por hoy, es preservar la pluralidad que persiste y resiste. Pero al oponernos al cambio arrasador corremos el riesgo de oponernos a todo cambio. A veces la defensa de la diversidad biocultural aún existente nos lleva a aferrarnos al pasado, a las raíces, y con ello a renunciar al futuro. Un futuro que como están las cosas, es el inhóspito futuro de la uniformidad y la unanimidad. Sin embargo es claro que sólo mudando se permanece, que no podemos preservar los pasados que nos hacen diferentes sino inventamos futuros que prolonguen, amplíen y enriquezcan esas diferencias. Reivindicar tanto la diversidad simultánea como la diversidad sucesiva, afincarnos bien en el pasado diverso para saltar mejor al futuro plural, es saldar cuentas con algunas de las herencias del gran quiebre que simbólicamente ubicamos en 1789. Los hijos espirituales de la Revolución Francesa, entre ellos Hegel y Marx, creyeron en un devenir lleno y cualitativo que era nuestra responsabilidad, creyeron en la verdad como proceso, creyeron en la historia como realización de las potencialidades del género humano… No podía ser de otro modo, los herederos de la Gran Revolución, del potente torbellino antropogénico que cambió el curso de todas las cosas, le apostaron al tiempo y subestimaron el espacio. Obsesionados por los cambios pautados por el calendario vieron la diversidad que registra la cartografía como falencia, como demora respecto de un presente privilegiado -el europeo- único trampolín disponible al promisorio futuro. Para Hegel, como para Marx, lo diferente era lo atrasado y cuanto antes se pusiera al día, tanto mejor. Porque si hay un sólo futuro y un sólo camino que a él conduce, toda excentricidad es rémora; todo lo que se aparte del presente por antonomasia se queda atrás. Pero la historia que se recuperó era en gran medida una historia teleológica, progresiva, unilineal, monocorde y eurocéntrica; un tiempo único, vertical y arrasador que al proyectarlos al futuro hace tabla rasa de quienes habitan en los espacios múltiples, horizontales y diversos. Más de dos siglos han transcurrido y la terca diversidad persiste. Está visto que no podremos construir un futuro otro si no nos reconciliamos con las otredades presentes. Pero si hay muchos presentes y ningúno es superior a los demás, todos tenemos derecho a inventar nuestros propios futuros. Entonces habrá que pensar no en un futuro sino en muchos futuros entreverados, yuxtapuestos, alternantes… En fin…
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