Opinión
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Guerra en el trópico
E

s característico del mexicano su miedo al uso de ciertas palabras y a la verdad. Para los más de los políticos son inmanejables. Es imposible para ellos decir la verdad, sus circunstancias y consecuencias llamándole por su nombre. El peso flota, no se devalúa.

Es por eso que la terrible violencia que destruye al orden civil en el norte, en el centro o en el sur del país, para el gobierno está focalizada. Sencillamente en su pusilanimidad no se atreven a denominarla. Es guerra, señores; es una guerra.

Hay que acompañar al gobierno en la confusión. Sí, es una guerra, pero consultando manuales y opiniones no hay una claridad en qué tipo de guerra es. No es de las clásicas, ni de las irregulares, no es química, bacteriológica o nuclear, de baja intensidad, intestina o contrainsurgente. No lo es económica ni de medios. El colmo de la antinomia: ni siquiera es una guerra de clases.

El profesor Kalevi J. Holsti1 inventó la expresión guerras de tercer tipo para caracterizar a las nuevas guerras que versan ya no sobre soberanía, seguridad o intereses, sino sobre la nueva presencia y actuación belicosa de comunidades sociales de cualquier tipo dentro de un Estado y los efectos de ellas sobre el gobierno y el pueblo.

En estas guerras no hay frentes, ni batallones, ni bases, ni honores, ni respeto por los límites territoriales de los estados, ni lógica legal o militar. No hay teoría sobre estrategias y tácticas. La improvisación, la sorpresa, la impredecibilidad. Los sabios ataques o repliegues son a la vez necesidad y virtud.

La distinción entre militares y milicianos se desvanece, las cadenas de mando se vuelven borrosas. La ley internacional no opera y lo extranjero finge neutralidad. Corre el flujo de dinero, de armamento y de equipos, hasta de servicios hospitalarios o de telecomunicaciones satelitales y nadie sabe, quiere o puede enterarse.

Pues todo esto y más pasa en México y no queremos aceptarlo como guerra, del tipo que ésta fuera. Para el gobierno la palabra es anatema. En un ánimo obsesivo por apoyar la exposición yo plantearía: ¿hay beligerantes, hay violencia, hay muertos y heridos, se operan armamento y equipos, se destruyen patrimonios, hay serias afectaciones a la política, a la educación, comercio o transporte?

No le rasquen, es una guerra. Ésta es de cualidades que no tienen antecedentes y sí el peso de una diversificada presencia en el territorio nacional. Enfrentarla requeriría empezar por aceptar:

1. Que en ella no existe ninguna característica que justifique una respuesta militar de orden ­clawsevitziano.2

2. La ley de la paz no es la de la guerra; urge adaptar la ley a los nuevos tiempos.

3. Es obligado abandonar como única la política de la disuasión violenta usando el pretexto del imperio de la ley. Hay que diseñar la compatibilidad de la guerra eficaz y la legal, que deben equilibrar el uso de la violencia con las garantías constitucionales.

4. El gobierno y la opinión popular deben ser sensibilizados sabiamente sobre las realidades actuales y de un futuro impredecible y lejano, siempre con el objetivo de ganar paso a paso los pequeños y localizados conflictos. Aparentemente esto fue posible en Monterrey y quizá en Tijuana.

5. Con estos criterios deberían analizarse los conflictos que ya asuelan al país, resultando en tragedias humanas por muerte, heridos, damnificados sociales y patrimonio destruido o paralizado. Muy de lamentarse es que la concepción oficial sea sobre formas y recursos de aplicación de la violencia ya inexistentes.

6. Que los resultados no serían inmediatos ni predecibles, lo que es propio de la naturaleza de las nuevas guerras.

El Estado posee muchas fuerzas. No es un cautivo de la fuerza de la violencia. Calderón de una forma y Peña de otra tomaron decisiones totalmente instintivas, impulsivas. No es despreciar sus juicios, pero existe uno adyacente: el conocimiento y experiencia de los que sí saben de la materia no produjeron ningún estudio metódico y concluyente sobre las intenciones presidenciales que en el primer momento era sólo una: la paz.

Sin más, sus colaboradores recibieron instrucciones de actuar. En ambos casos dichos mandatos provenían de una persona sin por lo menos familiaridad con la materia. En el fondo priva un aserto: la búsqueda de la paz política, social y sus arrastres económicos y de prestigio hoy deben ser reconceptualizados. El poder es un concepto de ambigüedad extrema al momento de su aplicación.

El poder y su uso son constituyentes naturales del Estado, son un último recurso y por eso debe discurrirse con serenidad y sabiduría, con conciencia que puede producir la tranquilidad y aliento sociales, pero también la desdicha y conformismo indeseados. En conclusión, el gobierno de Peña hoy enfrenta un jaque.

1 Kalevi Holsti, El Estado, la guerra y el Estado en guerra. Cambridge University.

2 Karl von Clausewitz, tratadista militar clásico.