legar a París durante las fiestas navideñas permite vivir con ilusiones. Las personas hacen fila en almacenes para comprar regalos, pinos, esferas, ropa, novedosos teléfonos, surtirse de productos lujosos, o no habituales, para las cenas: foie gras, cangrejo moro, langosta, ostras, trufas.
París es una fiesta
o lo parece durante el fin de año. Las lamentaciones son acalladas por la alegría que la gente exhibe. Hay algo, sin embargo, que no deja de moverse y gruñir al fondo de las manifestaciones de dicha. La política y sus escándalos pasan a segundo plano: la gente prefiere olvidarlos durante esta tregua, y los políticos hacerse olvidar. Pero la tradición obliga: el Presidente debe presentar sus felicitaciones de Año Nuevo, lo cual equivale a un breve discurso, a la vez inventario y exposición de proyectos, dar esperanza a los más necesitados, y también a una clase media en descenso, inyectar optimismo, dar la ilusión de emerger de la crisis. Ejercicio de mago, cuando el desempleo sigue en aumento al igual que los otros temas de angustia de la población. Hollande casi logra su cometido con la maestría de un ilusionista durante los 10 minutos de su alocución. Por desgracia, se dejó dominar por el temor de ver la izquierda perder las elecciones municipales de marzo; es decir, en vez de hablar como el Presidente de todos los franceses, habló como jefe de partido, sin dejar por ello de tratar de conciliarse con los patronos prometiéndoles una baja en las cotizaciones sociales.
Se anunciaba, pues, un regreso a la vida rutinaria con su cortejo de huelgas, cierres de empresas, la sorda cólera de la gente ante los aumentos de los servicios y el precio de las mercancías.
¡Oh, sorpresa!, una nueva diversión hizo olvidar el crecimiento del desempleo, la baja del poder de compra, la inseguridad, las privatizaciones, los asuntos que acababan de deteriorar la confianza, incluso en los rangos de la izquierda, en el presidente de Francia François Hollande.
El asunto en cuestión puede parecer grotesco visto desde el exterior. En Francia, como es costumbre, dividió a la población en dos partes dispuestas en apariencia a entresacarse los ojos, aunque algo falso, fabricado, se sintiera en esta confrontación entre el ministro de Interior, Manuel Valls, y un one man show, Mbala Mbala Dieudonné, quien ha hecho hablar de él por sus posiciones antisemitas, él dice antisionistas, por hacer reír a costa de la Shoah, el Holocausto judío perpetrado por los nazis, alegando que el racismo lo han sufrido los negros que, como sus antepasados, fueron sometidos a los horrores y vejaciones de la esclavitud. Condenado varias veces por sus propósitos antisemitas, Dieudonné se vio ahora personalmente atacado por Valls, quien envió una circular para hacer prohibir sus espectáculos, brincándose a la justicia. Polémica entre los defensores de la libertad de expresión y quienes creen, en mi opinión con justa razón, que ésta debe tener límites cuando se trata de racismo. La polémica llegó a su paroxismo: que si Valls ganó o perdió, que si Valls hizo de Dieudonné el enemigo público fue para recuperar una imagen de izquierda perdida por las expulsiones de clandestinos.
La discusión en el microcosmos político, olvidadas las inquietudes de la gente, conocía su apogeo cuando un nuevo escándalo, más sabroso, estalló: la revista Closer, especializada en secretos de alcoba, publicó seis páginas de fotos para probar que Hollande tiene una nueva amante. La first lady, como dicen los anglófilos periodistas franceses, ya no es la compañera instalada en el Eliseo. La prensa internacional torna en vaudeville el asunto. Los internautas franceses piden que Hollande rembolse los gastos de Valérie T., en el Eliseo.
La favorita es una institución monárquica, pero, ¿puede haber favorita cuando no hay reina legítima? Este simbólico ascenso de Hollande a la monarquía, logrado por Mitterrand, podría convertirse en una simple pantalonade, a falta de reina.