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Cárceles: autogobierno y corrupción
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e acuerdo con un reporte de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) citado ayer por el senador David Monreal, las autoridades carcelarias han perdido el control de 65 de las 101 prisiones más pobladas del país, en las cuales grupos de internos ejercen una suerte de autogobierno. Los casos más graves, según el legislador, tienen lugar en Tamaulipas, Nuevo León, Sinaloa y Zacatecas, entidades en las cuales la delincuencia organizada tiene una presencia inocultable.

Es pertinente recordar que en noviembre pasado la CNDH dio a conocer un diagnóstico elaborado con base en las inspecciones que realizó en 2012 a las cárceles de Guerrero y que en ese documento puso una calificación de 4.73 en gobernabilidad al Centro de Readaptación Social (Cereso) de Iguala, en el cual el viernes pasado un comando armado efectuó una incursión con el aparente propósito de liberar a cuatro reos, lo que desató una balacera que dejó nueve muertos y dos heridos. En promedio, los penales guerrerenses fueron calificados con 5.07, en una escala de 1 a 10.

Tales hechos debieran llamar la atención sobre la precariedad de las cárceles del país en casi todos los aspectos: seguridad, alimentación, salud, capacidad de rehabilitación y observancia interna de la legalidad y los derechos humanos. Los reclusorios se encuentran en una crisis que se expresa de manera frecuente en motines, riñas internas y ataques –como el último que tuvo lugar en Iguala–, casi siempre con resultados trágicos.

Esa crisis, como se ha señalado en diversas ocasiones en este espacio, no es un fenómeno coyuntural –aunque se haya agudizado por la contraproducente estrategia de seguridad adoptada por Felipe Calderón y continuada, en lo esencial, en lo que va de la presente administración–, sino consecuencia de una descomposición estructural en las instituciones y en la sociedad misma. Ya en septiembre de 2012 la CNDH señalaba la carencia de políticas públicas en materia penitenciaria y los aspectos más visibles de la crisis: “los reclusos tienen las llaves de las celdas, deciden quién entra y qué áreas se pueden visitar; imponen castigos, impiden la visita íntima y la entrada de los abogados defensores de los reclusos; cobran protección y tienen el control de los penales porque hay colusión y complicidades de funcionarios” (La Jornada, 25/9/12).

Ante el incremento de la población carcelaria del país entre 2006 y 2011 (de 3 mil 164 a 18 mil 283 procesados y sentenciados federales, un aumento de casi 500 por ciento) el pasado gobierno no tuvo más respuesta que ordenar una desbocada construcción de nuevos reclusorios –en el esquema de contratación con negocios privados, en la mayoría de los casos–, sin afectar en forma perceptible la corrupción de las autoridades, atacar las raíces de los fenómenos delictivos ni, por supuesto, alterar en un ápice la política económica que ha sido telón de fondo y causa de la multiplicación de delitos y redes criminales.

El actual gobierno tiene ante sí la disyuntiva de marcar una diferencia significativa en materia de combate a la delincuencia y de administración carcelaria o desentenderse del problema y permitir que prosiga la degradación en todos los ámbitos de las prisiones del país. A este respecto, es oportuno recordar que el grado de civilidad de un Estado puede medirse en la forma en que administra las prisiones y en la que trata a los infractores presos.