n las últimas ocho décadas de nuestra historia, y resultado del crecimiento del sistema educativo que se consolidó en el periodo posrevolucionario, surgieron en nuestro país una serie de escuelas e instituciones, mayoritariamente públicas, dirigidas a la profesionalización de los estudios históricos. En consecuencia, como nunca en su historia, México cuenta hoy en día con una notable y creciente cantidad de historiadores profesionales, presuntamente capacitados para la enseñanza y la generación de conocimiento histórico, además de una plantilla estable de historiadores de alto nivel adscritos a centros de investigación, que producen anualmente decenas de libros y artículos. Algunos de ellos han encontrado su camino en la iniciativa privada, en la producción de videos, revistas y libros de divulgación, o incluso en la confección de novelas históricas; otros, la mayoría, intentan sobrevivir en la enseñanza básica con salarios raquíticos, o en actividades ajenas a su formación sin renunciar a su visión como historiadores.
En un escenario así, podríamos pensar que nuestra sociedad se encuentra protegida frente a las constantes manipulaciones que de nuestra historia hacen quienes ejercen el poder; que los mexicanos cuentan con historiadores bien formados dispuestos a recordarles que el pasado es una forma muy peculiar de presente y que deben estar en guardia permanente frente a las constantes intoxicaciones, desviaciones y usos perversos de la historia; que tienen en sus historiadores a ciudadanos que, sin pretender el monopolio de la verdad histórica, asumen su función como traductores culturales entre el pasado y las necesidades de sentido que reclama el presente. Por desgracia la realidad es otra y nos habla del fracaso de los historiadores como agentes de bienestar comunitario. Por supuesto que me incluyo. Preguntémonos, por ejemplo, dónde ha quedado la indignación de los historiadores por las declaraciones que el pasado 22 de diciembre hiciera el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, quien ante la reciente y dramática entrega de la soberanía nacional comparó a Peña Nieto con José María Morelos. Más allá de sus aduladoras intenciones de naturaleza profundamente priísta, la comparación de Osorio es un despropósito digno de haber provocado un masivo plantón de historiadores en huelga de hambre a las afueras del Palacio de Covián.
Si atendemos exclusivamente a sus valores políticos universales, Morelos defendió la libertad e independencia de la nación americana, la soberanía como facultad exclusiva del pueblo, la división real de poderes, la representación política equitativa de todas las provincias, el rechazo a la tortura, la abolición de la esclavitud y de los privilegios. Para Morelos, la buena ley era superior a todo hombre y las que dictara el Congreso de Chilpancingo en 1813 deberían ser tales que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte se aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres, alejando la ignorancia, la rapiña y el hurto
. Morelos colocó así al Estado como el garante de la independencia y la justicia social, responsable de la correcta administración y aplicación de los recursos públicos para el bien común: en otras palabras, luchó por establecer impuestos justos, gobiernos eficientes, moderados y honestos.
¿Qué pensaría entonces Morelos, por ejemplo, de la insultante opulencia de nuestros funcionarios, sobre los puñados de nuevos ricos que generaron los sexenios priístas y panistas, o sobre la devolución de su inexplicable fortuna a Raúl Salinas? ¿Qué pensaría de un Montiel, de un Moreira o de un Peña Nieto, quien compró la primera magistratura y en su declaración patrimonial registra entre sus bienes dos casas que le fueron donadas? ¿Qué pensaría el Siervo de la nación frente a los salarios estratosféricos de diputados, senadores, jueces, asesores y aviadores que nos tienen al borde de la desintegración nacional? ¿Qué diría Morelos si hoy pudiera recordar el punto 14 de sus Sentimientos de la nación, ese en el cual estableció Que para dictar una ley se haga junta de sabios en el número posible, para que proceda con más acierto
, y tras releerlo volteara la mirada hacia las actuales legislaturas sólo para tropezar, entre otros, con los rostros cínicos de Beltrones, Gamboa, Cocoa, Penchyna, Lozano, los Chuchos perredistas, Romero Deschamps o el Niño Verde, todos ellos enriquecidos desde el poder y en la más absoluta impunidad? ¿Qué haría Morelos frente a esta junta de traidores a la patria que pretenden enterrar la independencia nacional con la ignominiosa aprobación de la reforma energética de Peña Nieto?
Morelos fue por voluntad propia el Siervo de la nación. En contraste, Peña Nieto es el siervo de la privatización y de la dependencia nacional, artífice del desmantelamiento del Estado mexicano, operador de los poderes fácticos y maestro de la opacidad: es, sin margen de error, la antítesis de Morelos, quien hace 200 años escribió sus Sentimientos de la nación. Hoy Peña Nieto nos impone sus sentimientos de la traición. Osorio Chong se ha convertido en la muestra más reciente del inaceptable uso político del pasado, práctica común en regímenes autoritarios y antidemocráticos. Si para el secretario de Gobernación Peña Nieto es comparable a Morelos, entonces no debemos extrañarnos de que Fox se sienta superior a Juárez y que La Tuta se compare con Pancho Villa. Son síntomas de nuestras actuales miserias e indicadores del fracaso social de los historiadores, situación que, por supuesto, deberemos revertir.
* Investigador de El Colegio de San Luis, AC