más de 19 años del ingreso de México a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), se evidencia el mal desempeño de nuestro país en las mediciones de ese organismo que agrupa a las naciones ricas y a algunas de las pobres, como la nuestra. En mayo pasado, México se ubicó en el penúltimo sitio de los integrantes de la OCDE en el índice para una vida mejor, el cual integra 11 parámetros que, de acuerdo con el organismo, reflejan el bienestar. Meses después, en octubre, calificó a México como el país más inseguro entre sus integrantes, con una puntuación de cero obtenida a partir de la tasa de delitos y homicidios registrados. Otro tanto ocurre con las mediciones en materia educativa, en las que nuestro país aparece consistentemente en los últimos puestos. Y aunque la organización encabezada por José Ángel Gurría reconoce una mejora en el nivel de ingreso de los mexicanos en los recientes años, ese indicador (12 mil 182 dólares anuales) sigue estando muy por debajo del promedio alcanzado por los habitantes del resto de los países de la OCDE (22 mil 284 dólares).
Así, con casi dos décadas de retraso, la OCDE, que por norma ha hecho causa común con el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial en la promoción del llamado Consenso de Washington y en su implantación en América Latina, reconoce el fracaso de la aplicación de las mismas políticas que ha impulsado hasta ahora en materia de economía y desarrollo social; tras cuatro lustros de insistir en la necesidad de un Estado meramente subsidiario en materia educativa y de trasladar el control de ese ámbito a manos de particulares, el organismo advierte el descalabro que aqueja a los ciclos de enseñanza en el país, y luego de preconizar la eliminación de subsidios y de otros mecanismos de bienestar social, la entidad con sede en París se escandaliza por el incremento de la inseguridad en México.
Desde esa perspectiva, resta profundidad y contexto a los análisis de la OCDE la omisión de las circunstancias precisas que llevaron a México a abandonar las políticas de desarrollo social, los programas de redistribución de la riqueza, los planes de industrialización y las medidas orientadas a fortalecer el mercado interno y procurar un crecimiento sostenido de la economía: tales circunstancias fueron, en un primer momento (años 80 del siglo pasado), la imposición de pagos astronómicos a las deudas externas y, posteriormente, la oleada de privatizaciones de empresas públicas que persiste hasta nuestros días, junto con la apertura indiscriminada del mercado nacional; los operativos de saneamiento
o rescate
de empresas particulares, especialmente financieras –cuyas deudas fueron asumidas por el sector público y se llevaron la mayor parte de los recursos presupuestales–, que luego fueron reprivatizadas a precios irrisorios y en procesos de adjudicación, en muchos casos, marcados por la sospecha.
A estas alturas tendría que ser evidente que nuevas reformas estructurales neoliberales y proempresariales –como las que se han impuesto en el reciente año en nuestro país, con el beneplácito de la OCDE– no van a sacar a México del desastre; por el contrario, lo hundirán más en él.
La reactivación económica y la recuperación de la plena gobernabilidad requieren el cambio del modelo económico que se ha seguido hasta ahora y que ha sido dictado, principalmente, por las cúpulas empresariales locales, los organismos financieros internacionales, los capitales trasnacionales y por el llamado club de los países ricos
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