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Cronología abreviada de la imposición y la entrega
A

ño 2005. Según lo definió entonces la llamada Fuerza de Tarea Independiente (sic) sobre el Futuro de Norteamérica −cuyos copresidentes eran el ex viceprimer ministro de Canadá, John Manley; el ex gobernador de Massachusetts, William Weld y el ex secretario mexicano de Hacienda, Pedro Aspe−, el nuevo paradigma en las relaciones de México con Estados Unidos y Canadá ha sido la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN).

El menú del pacto trilateral, definido entonces por la Casa Blanca con el colaboracionismo de tecnoburócratas gubernamentales, asociaciones empresariales y círculos intelectuales conservadores y entreguistas de Canadá y México, incluyó seis puntos básicos de seguridad: militar, interna, energética, global, social y de acceso al agua dulce. No fue casual que los puntos de la agenda definían los intereses geoestratégicos de Washington; subordinaban el comercio a los asuntos de seguridad definidos en la doctrina Bush de guerra preventiva y lucha contra el terrorismo, y perseguían una dirección única: la dominación imperial estadunidense en el siglo XXI.

Los objetivos claves del nuevo acuerdo −en cuya elaboración participó de manera activa Andrés Rozental Gutman, medio hermano del ex canciller del foxismo Jorge G. Castañeda− fueron desarrollar mecanismos de seguridad marítima, aérea y terrestre que permitieran hacer frente a cualquier amenaza en América del Norte; una estrategia energética basada en el incremento de la oferta para satisfacer las necesidades de la región (léase Estados Unidos), y facilitar inversiones en infraestructura energética, para las mejoras tecnológicas, la producción y el suministro confiable de energéticos, mejorando la cooperación en la materia.

En forma complementaria, un objetivo estratégico de la política petrolera del dúo Bush-Cheney fue persuadir u obligar a México y países productores del golfo Pérsico a que abrieran sus empresas estatales a la inversión multinacional privada. En ese sentido, en Waco, Bush aprovechó la extrema debilidad del presidente Fox y definió la nueva agenda, que los tecnoburócratas locales tratarían de rellenar después con regulaciones, estándares y modificaciones graduales, pequeñas pero sustanciales, de modo de ir armonizando la legislación mexicana con los intereses de Washington y las trasnacionales del sector energético.

A su vez, para garantizar la producción y el suministro confiable de energéticos en Norteamérica −que comenzaba ya a tomar forma como nuevo espacio geopolítico y geoeconómico−, los estrategas castrenses de Washington impulsaron la idea de un perímetro exterior de seguridad, lo que colocó a Canadá y México bajo el manto militar nuclear del Comando Estadunidense de Defensa Aeroespacial (conocido como NORAD, por sus siglas en inglés), y su extensión al Comando Norte (creado en 2002), ambos bajo el mando del Pentágono, encargados de proteger de facto los suelos, mares y cielos trinacionales. La anuencia tácita de Fox al plan de seguridad de Bush, colocó desde entonces al territorio mexicano como blanco de cualquier contingencia bélica interimperialista. Pero, además, ese proyecto estadunidense que asumió a México como problema doméstico, incluyó el sellamiento militar del Golfo de México, desde los cabos de la Florida hasta la península de Yucatán, y el corrimiento de la frontera norte al istmo de Tehuantepec para controlar el tránsito de indocumentados mexicanos, centro y sudamericanos, según el diseño original del Plan Puebla-Panamá.

La ASPAN (el TLCAN militarizado), que desde su concreción ha venido funcionando con un gobierno sombra de las élites empresariales y militares de Estados Unidos y sus socios menores en Canadá y México, incluyó una integración energética transfronteriza (petróleo, gas natural, electricidad) subordinada a Washington y megaproyectos del capital trasnacional que subsumieron los criterios económicos a los de seguridad, justificando así acciones que de otro modo no podrían ser admitidas por ser violatorias de la soberanía nacional, y una normativa supranacional que hizo a un lado el control legislativo (según la Constitución, el Senado es el encargado de vigilar los acuerdos internacionales suscritos por el Poder Ejecutivo), mientras se impusieron leyes contrainsurgentes que criminalizaron la protesta y la pobreza y globalizaron el disciplinamiento social.

Año 2007. Ya bajo el mandato espurio de Felipe Calderón, la Iniciativa Mérida, anunciada por George W. Bush en Washington el 22 de octubre de 2007, fue diseñada como un paquete de asistencia militar en especie a México por un monto de mil 400 millones de dólares para el trienio 2008-2010. El nuevo paradigma de cooperación entre Estados Unidos y México en materia de seguridad estuvo dirigido a hacer frente a amenazas comunes asimétricas, mismas que fueron identificadas como organizaciones trasnacionales del crimen organizado, en particular las dedicadas al narcotráfico, el tráfico de armas, las actividades financieras ilícitas, el tráfico de divisas y la trata de personas. Con un dato adicional: la virtual equiparación desde la óptica punitiva estadunidense de tres términos y sus manifestaciones concretas: terroristas, narcotraficantes y migrantes sin documentación válida (indocumentados).

Símil del Plan Colombia, en su parte sustantiva, el millonario paquete de asistencia militar incluyó aviones y helicópteros de combate, barcos, lanchas; armamento y equipo bélico, radares y sofisticados instrumentos para monitoreo aéreo e intervención de comunicaciones; software para análisis de datos asociados a inteligencia financiera, y recursos para sufragar cursos de entrenamiento y asesorías del Pentágono, la CIA, el FBI, la DEA y otros organismos de seguridad estadunidenses a sus contrapartes mexicanas. También incluyó recursos para la instrumentación de reformas judiciales, penales y de procuración de justicia, áreas que de manera paulatina serían homologadas a las de Estados Unidos.