|
|||
La defensa del territorio ¿nueva En los lustros recientes –y notablemente este año– los combates en defensa del territorio y el patrimonio han cobrado una excepcional intensidad al punto de que hoy conforman no una suma de acciones sueltas y dispersas sino un gran movimiento rural en formación. Oleada de lucha que va definiendo una nueva y distinta etapa del secular movimiento campesindio mexicano. Me doy cuenta de que hay aquí una paradoja. Cientos de comunidades a lo largo y ancho del país se oponen a presas, minas, carreteras, ductos, urbanizaciones… defendiendo el terruño de las amenazas corporativas, sin embargo de los 26 millones de hectáreas de tierras cultivables que tenemos en México, 12 millones están abandonadas, mientras que la abrumadora mayoría de los jóvenes rurales se aparta física o espiritualmente del campo. Nunca en nuestra historia las nuevas generaciones del agro se habían sentido tan alejadas de lo rural… Y al mismo tiempo nunca había sido tan decidida la defensa del terruño. La contradicción es sólo aparente. Nada impide que quienes toman distancia del mundo de vida de sus padres estén al mismo tiempo dispuestos a defender con todo la integridad de ámbitos de los que fervientemente desean escapar: lugares entrañables quizá sin futuro pero con mucho pasado, espacios significativos en los que se fincan identidades profundas. Todos hemos oído del cubano que se fue a Miami pero regresaría a la isla para defenderla con su vida si la amenazara una invasión. Y así nuestros balseros de tierra firme; así los rústicos mexicanos que se van: en las capas superficiales de la conciencia no quieren saber nada del campo pero en las más profundas siguen apegados a los valores que vienen de atrás y a los lugares donde están sus raíces. No afirmo que la generalizada compulsión peregrina de los jóvenes rurales no debilite la defensa del campo de las amenazas corporativas. Tengo claro que sin un porvenir campesino por el cual luchar, el arraigo que otorga el pasado es insuficiente. Sostengo, sí, que la condición campesina es un hueso duro de roer y que la tan anunciada descampesinización, que sedujo a los “proletariastas” de hace 40 años y a los “neoruralistas” de hace 20 es más lenta y sinuosa de lo que aparenta. Me parece que los campesinos mexicanos -aun los que se van- quieren seguir siendo campesinos. Más aún, creo que deciden irse precisamente porque desean seguir siendo campesinos. Cuantimás estarán dispuestos a defender el terruño. El movimiento rural avanza por oleadas y en cada una los ejes de la movilización son distintos. En los años 70s del siglo pasado un generalizado combate contra el latifundio y por el acceso a tierras agrícolas puso en pie a millones de campesinos en toda la República, muchos de los cuales ocuparon pacíficamente grandes propiedades obligando al gobierno a repartir cientos de miles de hectáreas. En los 80s del mismo siglo los pequeños agricultores agrupados en organizaciones económicas impulsaron una lucha por apropiarse asociativamente del proceso productivo, tomando en sus manos financiamiento, cultivo, transformación agroindustrial y comercialización. En los 90s, el combate por los derechos autonómicos de los pueblos originarios activó a cientos de miles que, con el respaldo de muchos más, forzaron un acuerdo con el gobierno -la llamada Ley Cocopa (de la Comisión de Concordia y Pacificación)- a la postre minimizado por los legisladores. En el arranque del siglo XXI, en una convergencia conocida como El Campo no Aguanta Más, multitudes campesinas se movilizaron contra los aspectos agrarios del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y para tratar de imponer un viraje en las políticas públicas para el agro. El movimiento logró forzar un importante Acuerdo Nacional para el Campo, que sin embargo el gobierno no honró. En lo que va de este siglo, el reiterado incumplimiento por parte del gobierno de los acuerdos a los que había llegado, primero con los indios y luego con los campesinos, convenció a muchas organizaciones rurales de que mientras gobernara la derecha nada importante se iba a lograr y que para salvar al campo hacía falta un cambio de régimen político. Así, en 2006 una coalición de 27 organizaciones agrupadas en torno a una plataforma titulada “Un nuevo pacto nacional por un mejor futuro para el campo y la Nación” apoyó la candidatura de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) a la Presidencia de la República. Seis años después, éstas y otras 70 organizaciones formularon el Plan de Ayala para el Siglo XXI, con el que AMLO también se comprometió. Durante los 40 años pasados los campesindios mexicanos han dado cuando menos cinco grandes batallas nacionales convocadas por diferentes reivindicaciones unificadoras. En la pasada centuria fueron: la tierra, en los 70s; la producción económica, en los 80s, y los derechos autonómicos indios, en los 90s, y en los primeros años de este siglo fue la reorientación del modelo agropecuario, mientras que en las coyunturas electorales de 2006 y 2012 cobró fuerza el movimiento por el cambio del régimen político. En rigor, estas diversas vertientes no se suceden, más bien se traslapan. Pero, en perspectiva, el ascenso de una va acompañado por el reflujo y pérdida de visibilidad de otras. Mi hipótesis -o más bien mi apuesta, pues lo que suceda dependerá de lo que hagamos para hacerlo suceder- es que en los años recientes la defensa territorial de los comunes se volvió la tendencia dominante de la lucha rural y está definiendo una etapa nueva y distinta del movimiento campesino. ¿Qué lo caracteriza? La defensa del patrimonio familiar y comunitario responde a una gran diversidad de amenazas: minas, presas, carreteras, gran turismo, urbanizaciones, eoloeléctricas, talamontes, narcotraficantes, erosión del genoma, usurpación del espectro electromágnetico, privatización de la cultura… Agresiones múltiples pero convergentes que, de no pararse a tiempo, estrecharán los espacios agroecológicos, económicos, sociales y culturales de la vida comunitaria al punto de hacerlos por completo inhabitables. Lo que está en riesgo es la existencia misma del mundo campesino e indígena. La resistencia en los territorios es ancestral y marcó la segunda mitad del siglo XX; sin embargo, en los tres lustros recientes los despojos asociados a la neoterritorialización del capital han multiplicado las resistencias. No estamos ante una simple continuidad, sino ante un salto de calidad; una etapa nueva del activismo campesino e indígena. En pocos años el movimiento devino nacional y en todos los estados de la República hay acciones en defensa del territorio. Pero además está en ascenso y las convergencias se van imponiendo a la dispersión inicial: Movimiento Mexicano de Afectados por las Presas y en Defensa de los Ríos, Red Mexicana de Afectados por la Minería, Asamblea Nacional de Afectados Ambientales… Aun si mayoritariamente plebeya, la defensa de la tierra es multiétnica, transclasista y a veces moviliza sociedades regionales enteras. Los territorios son ámbitos de enconos, conflictos y rencillas, pero al ser amenazados pueden convertirse en espacios de reconciliación y unidad donde la pluralidad de saberes y capacidades enriquece y fortalece la convergencia. El grado de participación popular en las luchas por el territorio depende sobre todo del arraigo. La fuerza y profundidad de los lazos que unen a la gente con los lugares en que habita es lo que le da identidad y razones para luchar. Muchos crecen y hasta florecen en un territorio, pero no todos tienen en él raíces profundas que les permitan resistir el vendaval. Por eso la lucha indígena por sus ámbitos ancestrales es tan potente. Arraigo es un concepto con tres dimensiones temporales complementarias: pasado, presente y futuro; en él la profundidad histórica, la densidad organizativa y el proyecto se fusionan para conformar la más potente palanca de los movimientos territoriales.El pasado remite a las raíces mítico-culturales de un poblamiento; el presente, a la intensidad, solidez y calidad de las relaciones sociales vivas, es decir al grado y tipo de organización de la que disponen los que se movilizan; el futuro remite a las expectativas que tengan los participantes de poder edificar un mejor porvenir en su territorio, el futuro es la esperanza.Y sin raíces, organización y esperanza, es decir sin arraigo, no hay mucho qué hacer.
|