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Adiós a la soberanía “Será nuestra herencia una red de agujeros” Armando Bartra Desde hace 30 años los gobiernos de México, además de pro empresariales, han sido privatizadores, es decir omisos, ausentes e irresponsables en lo tocante a las funciones sustantivas que la Constitución le asigna el Estado. El activismo de las sucesivas administraciones no fue para hacer sino para deshacer: no para conducir la Nación sino para soltar el volante, no para ocuparse de la función pública sino para vaciarla de contenido. Porque la ausencia del Estado gestor y no su presencia es lo que interesa a los cultores del libre cambio. Desafanados, indolentes, apocados, los gobiernos privatizadores ceden lo sustantivo al mercado y sus tiburones; autoritarios, torvos, ninguneadores los gobiernos privatizadores ignoran o reprimen a los desafectos. Así, las cinco administraciones federales recientes han tenido en común ser a la vez omisas y persecutorias: ausentes cuando se trata de cumplir sus funciones primordiales y represivas con quienes reclaman su abandono. Soberanía menguante. Por lo general se busca descifrar el destino del país en sus entrañas económicas, sociales, políticas o culturales. Sin desdeñar esos acercamientos intentaré aquí avanzar por un atajo: el diagnóstico del estado de nuestra soberanía, el añejo y aún vigente pilar de toda nación digna de tal nombre. México se ha vuelto sinónimo de subordinación, de soberanía mermada. Los procesos mundiales ciñen cada vez más a los nacionales, pero aquí el condicionamiento universal devino particular modo de ser. Saldo de la vecindad con Estados Unidos, pero también del desarme económico, social, político y cultural emprendido por nuestros gobiernos desde hace 30 años, es la dependencia estructural de México respecto de la potencia contigua. En el marco de una gran crisis que pone en entredicho el modelo neoliberal, el modo capitalista de producir y la propia civilización occidental, en los pasados tres lustros América Latina avanzó hacia otro modelo socioeconómico. México no. Aquí la vocación rentista de un capital que en vez de atenerse a las solas ganancias de la inversión productiva, se empeña en valorizar especulativamente los mercados de privilegio y los recursos escasos de los que se ha apropiado, coincidió con la vocación de los seis gobiernos recientes por privatizar bienes públicos y ceder soberanía nacional. Así, por más de 30 años el Estado incumplió la obligación constitucional de conducir la economía en beneficio de los mexicanos y mediante la planeación democrática, de modo que en las últimas décadas no hemos tenido más política económica que la de obedecer ciegamente los designios del mercado. En el mismo lapso se consumó la reprivatización de un sistema bancario y financiero, que hoy además de abrumadoramente trasnacional es ineficiente y medra con la deuda pública. Se conformó una minería rapaz y contaminante que tiene concesionado un cuarto de la superficie del país y donde predominan las inversiones extranjeras. Se fortaleció una industria energética paralela a la pública, que, violentando la Constitución, privatiza cada vez más la renta petrolera y las que genera el sistema eléctrico nacional. Se renunció a la soberanía y seguridad alimentarias descobijando a los campesinos y a la agricultura de mercado interno, y cediendo a las trasnacionales tanto la introducción de insumos agrícolas como el acopio de cosechas, lo que incluye el creciente uso de semillas transgénicas que amenazan el genoma maicero. Se consolidó un sistema de telecomunicaciones privado casi monopólico y junto a él embarneció un duopolio televisivo que no sólo tiene copado el espectro electromagnético y el imaginario colectivo, sino que lucra políticamente con su posición dominante. Se fue estableciendo un extenso sistema formado por cadenas trasnacionales de tiendas de autoservicio que barren con el pequeño comercio, estrangulan a los proveedores y nos inundan de productos chatarra pues tienen en sus manos el abasto familiar. Sin olvidar al vertiginoso negocio del narcotráfico, que resulta inextirpable entre otras cosas porque está entreverado con infinidad de actividades económicas lícitas, con el sistema financiero y con el negocio de la política. En suma, en México padecemos un sistema económico monopolista, predador y especulativo donde la inversión productiva más que fin en sí misma es medio para realizar las rentas, incluyendo las que genera la ilegalidad y capitaliza el narco. Una frase resume el curso reciente del país: pérdida de soberanía, renuncia a la soberanía, cesión de soberanía, vaciamiento de la soberanía nacional y popular. Dimensiones de la desnacionalización. El artículo 39 de la Constitución dice: “La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder político dimana del pueblo y se instituye en beneficio de éste”. Precepto que es letra muerta pues en las últimas décadas se han venido ahuecando tanto la soberanía popular como la pensaba Juan Jacobo Rousseau, dado que los mexicanos decidimos cada vez menos sobre nuestro destino en todos los ámbitos; como la soberanía nacional en el sentido que le dio la Asamblea Constituyente francesa de 1789, pues los sucesivos gobiernos han amputado al Estado de muchas de sus atribuciones fundamentales establecidas en la carta magna. La pérdida de soberanía es a veces por renuncia: abandono de la conducción de la economía; otras por cesión: recursos del subsuelo y generación de energía, y otras más por incapacidad para ejercerla: pérdida de control territorial ante el narco. El vaciamiento del Estado que desde los 70s del siglo pasado nos recetó un neoliberalismo hoy desacreditado, está siendo llevado hasta el límite por los gobiernos recientes que por entrega, omisión o impotencia han ido renunciando a la soberanía en todos los ámbitos. Veamos. Economía. Los gobiernos del PRI y del PAN desertaron de la conducción de la economía nacional que por más de 30 años prácticamente se estancó, además de que el sistema financiero dejó de ser nacional pues la gran mayoría de los bancos pasó a manos de extranjeros. En el nefasto 2013 la abulia llegó al extremo pues en un contexto de atonía económica no se tomaron medidas contracíclicas para inducir el crecimiento, además de que se dejó de ejercer presupuesto y se desfondó la industria de la construcción que mucho depende del gasto público. El saldo fue recesión, aumento del desempleo, inflación, fuga de capitales, caída de la bolsa, déficit de la balanza comercial, devaluación del peso, concentración del ingreso, más pobreza... Hoy en México la empresa más boyante es el Nacional Monte de Piedad, que en 2013 tuvo cerca de diez millones de clientes, “más que en toda su historia”, dice su director general. Energía. Nuestra seguridad energética se comenzó a erosionar con cambios en las leyes secundarias que violentaban la norma constitucional por la que exploración, extracción, transformación y comercialización de hidrocarburos, así como generación y distribución de energía eléctrica son exclusivos del Estado. El resultado es que hoy nuestras prioridades energéticas son las de Estados Unidos, además de que importamos casi la mitad de los combustibles y los generadores privados ya predominan en el abasto de energía eléctrica. Hasta ayer esto hiba en contra de la Constitución, pero la reforma energética de Peña Nieto cambió los artículos 27 y 28 de la carta magna con el fin de que quitarle el freno a la privatización legalizándola por completo. Minería. La entrega a particulares de los recursos del subsuelo se aceleró con las modificaciones de 1993 a la Ley Minera, que le dan prioridad a la extracción sobre cualquier otra actividad, y por las que hoy casi una tercera parte del territorio nacional está concesionado para exploración a un puñado de grandes empresas, la mayoría extranjeras. Corporaciones que prácticamente no pagan impuestos, pero que además son ambientalmente predadoras y laboralmente rapaces, pues cuando operan a cielo abierto cubren la tierra de cráteres lunares y cuando son subterráneas llenan los socavones de cadáveres. Alimentación. Hoy compramos en el exterior cerca de la mitad de lo que comemos, pues la seguridad en básicos se perdió cuando Salinas decidió que exportar campesinos e importar alimentos era un buen negocio. Veinte años después Peña Nieto sigue sus pasos impulsando una socialmente ineficaz pero políticamente clientelar Cruzada Nacional contra el Hambre, de carácter asistencial, mientras que no se hace nada para recuperar la producción sostenible de alimentos básicos. Trabajo. La Constitución establece el derecho al trabajo seguro y bien remunerado, pero desde que los tecnócratas decidieron que los empleos los asigna el mercado y si sobra mano de obra hay que exportarla, el Estado no tutela este derecho. Así, en los 90s del pasado siglo los mexicanos empezaron a migrar masivamente a Estados Unidos en una estampida que se contuvo en 2008 por la recesión en el país vecino. Las otras opciones son el trabajo informal y la delincuencia silvestre u organizada. En un país de jóvenes que necesita crear más un millón de puestos de trabajo al año para ocuparlos, es un crimen dilapidar el efímero “bono demográfico” por falta de empleos dignos. Educación. La obligación del Estado de garantizar el derecho de los mexicanos a la educación científica y laica se abandonó cuando, al tiempo en que crecía el número de niños y jóvenes en la población, se estancaba el gasto público en todos los niveles del sistema educativo, al punto de que en la segunda década del siglo XXI sólo tres de cada diez de quienes estaban en edad de acceder a la educación superior podían hacerlo. Tendencia que el regreso del PRI al poder reforzó impulsando en 2013 una reforma que, lejos de comprometer al Estado con la calidad y cobertura de la educación pública, se orienta a la represión laboral de los maestros de educación básica. Ciencia y tecnología. La inversión en investigación básica y aplicada nunca ha sido prioritaria en el gasto público, de modo que en tiempos de la “economía del conocimiento”, México seguirá importando soluciones tecnológicas generadas fuera del país y no siempre adecuadas a nuestras necesidades. Vías de comunicación. Los gobiernos neoliberales privatizaron la red ferroviaria y concesionaron la construcción y operación de carreteras y vendieron las aerolíneas y los aeropuertos. En cuanto al espacio aéreo, que es propiedad de la Nación, se cedió a empresas comerciales sin impulsar un proyecto aeronáutico nacional. Telecomunicaciones. El espectro de las frecuencias electromagnéticas es propiedad de la Nación, sin embargo ha sido ampliamente concesionado a particulares, y su empleo soberano se perdió por completo desde que, con la llamada Ley Televisa, el duopolio televisivo impuso sus condiciones. Peña Nieto anunció que el Estado recuperaría el control, pero la Ley de telecomunicaciones de 2013 en los hechos consolida el poder de Televisa y Televisión Azteca. Así el Estado ha renunciado a ejercer la soberanía en el ámbito de la información pública, que hoy recibimos sesgada por los intereses particulares que la controlan. En la telefonía, desde que el gobierno Salinas le vendió Telmex, casi toda la red esta en manos de Slim, y los llamados de otras empresas a romper el monopolio no son más que una rebatinga por la renta que genera. Patrimonio biocultural. Los gobiernos recientes han desatendido su responsabilidad en la preservación tanto de la flora y fauna como de la diversidad cultural, que son patrimonio de todos los mexicanos. Por un lado, pese a las fundadas exigencias de asociaciones civiles, organizaciones sociales y expertos en el sentido de que debe ser rechazada, sigue su curso la solicitud de autorización para la siembra comercial de maíz transgénico que han presentado trasnacionales como Monsanto. Y en otro ámbito, se sigue permitiendo que los mercachifles del espectáculo trivialicen la cultura y hagan palenque de los sitios arqueológicos. Territorio. Desde 2007 el Estado Mexicano libra una guerra contra el narco, que los estadounidenses quieren mantener fuera de su país y que nos vienen imponiendo sobre todo desde el gobierno de Calderón, que inauguró la masacre. En la torpe confrontación, el gobierno ha perdido el control sobre extensos territorios donde los cárteles de la droga y no el Estado son soberanos: cobran impuestos, controlan aduanas ingresando al país precursores de drogas de diseño y exportando minerales que ellos mismos extraen, vigilan caminos e imponen su ley. Ante esto, algunas comunidades han asumido de manera autogestionaria su propia seguridad e impartición de justicia. Situación que en 2013 se salió de control, al multiplicarse autodefensas armadas de origen dudoso. El gobierno comenzó a desarmarlas y a detener a sus dirigentes, pero curiosamente lo hizo en las regiones de Guerrero, donde la Policía Comunitaria ha sido más exitosa y está más consolidada. Además, con la excusa de la Cruzada Nacional Contra el Hambre los soldados comenzaron a llegar a estas poblaciones utilizando la pobreza para militarizar. Justicia. A la incapacidad para mantener el orden público, se suma la de impartir justicia. El impresentable juicio Cassez se revirtió por intervención del gobierno francés. Por corrupción o torpeza, los ministerios públicos y jueces dejan ir a delincuentes como los genocidas de Acteal y el narcotraficante Caro Quintero -a quien primero liberan y luego persiguen, pero por presiones estadounidenses- mientras que mantienen en la cárcel por más de una década a inocentes como el maestro Alberto Patishtán. Y mientras el Estado recula, otros avanzan: Cargill, Monsanto, Syngenta y otras corporaciones en lo alimentario; Shell, Texaco, Chevron, Halliburton, Iberdrola, Femosa, Asarco, Firt Majestic… en recursos del subsuelo; Telmex, Televisa y Televisión Azteca en telecomunicaciones; el cártel del Golfo, el cártel del Pacífico, los Zetas y los Caballeros Templarios, en el territorio. Soberanía popular.Que la nación haya perdido soberanía sobre el territorio, sobre los recursos naturales, sobre la conducción de la economía, sobre el sistema financiero, sobre el sistema energético, sobre la red de comunicaciones, sobre el espectro electromagnético, sobre gran parte del sistema de salud, sobre gran parte del sistema educativo, sobre el desarrollo de la ciencia y la tecnología, sobre la biodiversidad, sobre el paisaje y el patrimonio cultural, más lo que esta semana se acumule… por obra de gobiernos que desmantelaron sistemáticamente al Estado mexicano privatizando los bienes públicos, es muy grave. Y sin embargo uno pensaría que tiene remedio. Todo consiste en seguir el camino de numerosos países latinoamericanos: cambiar el régimen político antinacional y oligárquico por uno nacionalista y progresista avanzando con vistas a un cambio de modelo económico y social. Desfondada la soberanía nacional encomendada al Estado, hay que apelar a la soberanía popular. Cedida o perdida la soberanía sobre ámbitos y bienes nacionales decisivos, al pueblo le queda el máximo atributo soberano de decidir quién y cómo debe gobernar, y con ello tratar de enderezar el rumbo del país. La dificultad está en que aquí esta vía ha sido intransitable. En México no hay democracia electoral, ya no digamos participativa, hemos perdido -o quizá nunca tuvimos- el derecho soberano de elegir a quienes han de gobernarnos. Pese a las reformas legales que desde los 80s del pasado siglo permitieron que se pluralizara la representación política y en 2000 abrieron paso a una “alternancia” que no modificó en nada la condición oligárquica del gobierno mexicano, el hecho es que aquí la vía electoral está clausurada para candidatos y proyectos que pongan en riesgo el dominio político de unos cuantos y el modelo económico pro empresarial. Que a la izquierda la puerta comicial le ha sido cerrada quedó claro con los fraudes y manoseos electorales del cuarto de siglo reciente. En 1988 se “cayó el sistema” de recuento de votos para que llegara al gobierno el priista Salinas y no el opositor Cárdenas, en 2006 se manipuló el conteo de los sufragios para declarar ganador al panista Calderón y no al perredista López Obrador, y en 2012 el PRI empleó millones de pesos en comprar los votos necesarios para frenar a López Obrador y regresar a la Presidencia de la República. ¿Por qué? Nacida tras la Revolución de 1910, la oligarquía mexicana creció a la sombra del Estado. Los gobiernos posrevolucionarios favorecieron su enriquecimiento con políticas pro empresariales pero también contubernios, topillos y francas transferencias de recursos fiscales como contratos de obra pública de costos inflados y acceso gratuito a tierras beneficiadas por el riego. El enriquecimiento a la sombra del poder y la acumulación burocráticamente inducida son escandalosos durante todo el pasado siglo y alcanzan un nuevo pico en los 90s con las privatizaciones y “salvamentos” financieros operados por los gobiernos neoliberales de Salinas y Zedillo. El régimen político mexicano es patrimonialista pero nuestra gran burguesía es, además, una clase cleptómana, una aristocracia latrofacciosa. A diferencia de las que surgieron de procesos de enriquecimiento más tersos, nuestra clase empresarial primero tuvo al Estado como padre dadivoso, luego como cómplice de sus raterías y al final como solícito sirviente. Acostumbrada al amasiato con la administración pública, a la gran burguesía mexicana no le basta con que las políticas públicas propicien la acumulación de capital, necesita el control directo del gobierno con el que hace negocios turbios e ilegales. El mensaje político que con los fraudes dan los poderes fácticos es nítido: se acabó, olvídense, la izquierda debe dar por cerrada la vía electoral. En los años recientes algo ha quedado claro: en México la izquierda no ganará elecciones sólo preparándose para las elecciones. Por lo visto para vencer en los comicios y que el triunfo les sea reconocido, las fuerzas progresistas necesitan construir poder social: una constelación de fuerzas que impida los fraudes. Y esto, que recientemente se ha visto en países de América Latina que viraron a la izquierda gracias a una combinación de movimientos sociales y batallas electorales, se llama poder popular. Cuando el país avanza hacia el vaciamiento de la soberanía nacional en todos los ámbitos, no queda más que recuperar la soberanía del pueblo, la soberanía popular. PD Cuando escribo esto los legisladores están aprobando la iniciativa energética de Peña Nieto. Con la entrega de los hidrocarburos y toda su cadena productiva a las trasnacionales culmina la progresiva cesión de soberanía iniciada hace 30 años. Antes de este último golpe hubiera bastado un cambio de gobierno y de políticas para enderezar el rumbo, pues aun disponíamos de los recursos materiales e institucionales necesarios. Ahora que se han cedido los energéticos, es más necesario que nunca mudar de régimen. Pero eso ya no bastará. Para desencallar el barco necesitaremos un nuevo Constituyente y una verdadera revolución de reconstrucción nacional aún más ardua y profunda que la del general Cárdenas, pues los intereses que lucran y lucrarán con nuestra postración son mucho más poderosos que las petroleras de hace 80 años. Saldremos a flote, cómo no, pues somos muchos los que estamos en la tarea. Pero habrá que darse prisa porque cada día que pasa avanzan un poco más los heraldos negros…
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