anuel Rocha Iturbide es un hombre del Renacimiento. Esa edad de oro cuando quien aspiraba a una obra debía incursionar, y profundizar, en territorios en apariencia alejados, pero indisolubles. Filosofía y matemática, música o arquitectura, anatomía y astronomía, pintura o geografía. Época dorada cuando los llamados expertos, ignorantes en cualquier otra materia ajena a la suya, eran impensables. Cierto, este hombre universal
existe, por suerte, fuera de esa edad. Casanova es un ejemplo. Entre los escritores, Nabokov o Proust. En México, Reyes o Paz, curiosos de otros conocimientos distintos al acercamiento literario y poético de la realidad.
Manuel Rocha es también un contemporáneo de su tiempo. Explora las más modernas técnicas de la informática como de la matemática aleatoria, a la vez que trae al presente investigaciones como la del jesuita Athanasius Kircher (siglo XVII), las cuales hace aparecer, hoy día, nuevas e innovadoras. Su curiosidad, o más bien su pasión, explora senderos que se bifurcan.
Heredero de dos artistas visuales, su padre fue arquitecto y su madre es fotógrafa, Rocha Iturbide elige, o es elegido, por la música. No escapa, sin embargo, a su herencia, incrementada por la influencia de su padrastro, Pedro Meyer: Manuel toma fotos en algunos periodos de su vida. Muy joven, la fotografía lo invita a salir de su cuarto de pianista, ese encierro solitario: la cámara se convirtió en una ventana para encontrar lo inesperado, el azar
.
Después de empecinados intentos de raciocinio y de una enigmática lectura de su mente por Jean Dudán, un discípulo de Jung, Rocha comprende que debe ceder el terreno a la intuición. Deja, entonces, jugar con su búsqueda y sus obras a ese azar que se burla de un golpe de dados.
En el espléndido sitio donde estaba la Fundación Octavio Paz, uno de las más bellas casas coloniales de Francisco Sosa, se encuentra la fonoteca donde actualmente se presenta la exposición Con.tensiones, de Manuel Rocha. En este lugar fuera del tiempo, seis instalaciones sonoras dan cita al tiempo, infinito, en espacios limitados, gracias a un eterno retorno.
Una de las instalaciones, titulada precisamente El eterno retorno consiste en un gran tambor sobre el cual circula, dando vueltas sin cesar sobre la circunferencia de sus rieles, un tren de juguete. El sonido quedo del trenecito es amplificado por las vibraciones producidas sobre la membrana del tambor y, magnificado por un micrófono, se escucha el ruido real de una locomotora. Su ruido puede llegar a ser ensordecedor, depende del azar. Sólo vuelve al murmullo del juguete con la ausencia del público.
Una guitarra eléctrica, suspendida en levitación por las cuerdas que escapan de ella y se extienden en el espacio, guarda un silencio que es desafío. Una partitura propone al visitante tocar esas cuerdas y desahogar la tensión extendida
de guitarrista y oyentes. Tambores militares suspendidos por cables de acero tensados, reja que desalienta cualquier deseo de introducirse en ese espacio, impone la sensación angustiante de una guerra contenida, guerra irreal contra el narco, guerra fría en la Historia mundial. Sólo una niña, Camila, se atreve a meterse por la reja de cables y a brincar entre ellos.
El rechinido de las llantas cuando un auto derrapa se vuelve agradable, musical, en el jardín. El paseante escucha sonidos y silencios según el azar y el ruido atenuado de la ciudad que llega en marejadas entre los árboles centenarios.
Más lejos, grandes comales dejan escapar el ruido del hervor. Sonido familiar, pero también de melancolía para el iniciado en la alquimia que transforma materia y alquimista.
Al-zahr, dados, ciencia de la suerte de Averroès, teoría de las probabilidades de Pascal a nuestros días, Manuel Rocha deja al azar el juego de sus obras. El eco está en todas partes, titula su nuevo libro de fotogra-fías y prosas, partituras como pirámides, jeroglíficos. Exposición y volumen en eco de algo más enigmático.