n unos cuantos días, diversos organismos internacionales han reprobado la situación en nuestro país en varios renglones fundamentales: crecimiento económico, corrupción, pobreza y transparencia, entre otros. Se trata de calificaciones que reclaman un análisis severo, porque cuestionan la conducción del país y el resultado de sus políticas, pero sobre todo, porque explican en buena medida la baja calidad de vida de la población.
Según documenta la Comisión Económica para América Latina (Cepal), en 2013 tendremos el segundo crecimiento más bajo en el continente, alrededor de 1.3 por ciento, la mitad de Brasil y un tercio de Argentina y Chile. En materia de corrupción, Transparencia Internacional nos ubica en el número 106 de 177 países; Brasil se encuentra 34 posiciones arriba; frente a Uruguay, mejor evaluado, hay una distancia de 87 lugares. El dato fatal es que entre los integrantes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) somos percibidos como el país más corrupto. Dios nos agarre confesados cuando lleguen a operar abiertamente los grandes consorcios petroleros trasnacionales para aportar su enorme cuota de corrupción.
De todos los indicadores, el más importante porque se refiere a las condiciones de vida es el relacionado con la pobreza. En un impresionante análisis comparativo, la Cepal señala las diferencias entre los países latinoamericanos en relación con los factores de pobreza e indigencia y destaca su comportamiento en los últimos siete años. En este periodo, Argentina bajó en porcentaje, de 30.6 a 4.3 los índices de pobreza y de 11.9 a 1.7 la indigencia; Brasil, de 36.4 a 18.6 la pobreza y de 10.7 a 5.4 la indigencia; Venezuela, de 37.4 a 23.9 la pobreza y de 15.9 a 9.7 la indigencia. México, en cambio, empeoró en ambos factores, pasando de 31.7 a 37 en pobreza y de 8.7 a 14 en indigencia. La posición de Uruguay es excepcional, pues de 18.8 de pobreza y 4.1 de indigencia pasó en 2012 a 5.9 de pobreza y 1.1 en indigencia, 13 veces mejor que nuestro país.
En este contexto, es importante señalar la relación entre el estado de pobreza que agobia a la mayoría de la población, con la política de restricción salarial que ha venido imponiendo el gobierno federal desde hace 30 años, como un elemento clave del modelo económico, insistiendo, de manera reiterada, que con esta contención se favorece la inversión, la competitividad y la orientación hacia el mercado externo.
La determinación de los salarios en México depende teóricamente de dos factores: los mínimos, que son fijados por una comisión nacional en la que finalmente prevalece la voluntad estatal, y los contractuales o profesionales, producto de la negociación con los gremios o de un arreglo individual en el seno del mercado; un elemento condicionante es que esta negociación es muy limitada por la ausencia de representatividad real en los gremios. Lo cierto es que al final, se imponen los criterios de política salarial gubernamental por sobre cualquier otra consideración.
Por lo que se refiere a los salarios mínimos, año tras año crecen las voces en favor de una recuperación que permanentemente se aplaza por parte de los gobiernos en turno. A pesar de que se ha comprobado con creces que dicha restricción ha impactado negativamente al mercado interno, a grado tal que algunos sectores empresariales han propuesto una mejora paulatina, se impone la recia decisión de la Secretaría de Hacienda, que alega un impacto en dos centenares de factores vinculados al monto del salario mínimo, como son las multas o el financiamiento a los partidos políticos.
En el plano jurídico hay un claro incumplimiento del mandato constitucional, ya que es obvio, y usted, estimado lector, estará de acuerdo en que con 64.76 pesos diarios en una región del país, o 61.38 en otra, es imposible vivir dignamente. Los salarios mínimos han venido sufriendo un deterioro real del orden de dos tercios desde los años 80. Según datos aportados por Carlos Fernández Vega ( La Jornada, viernes 13 de diciembre de 2013), de diciembre de 1987 a la fecha, el salario mínimo registra un aumento de 900 por ciento, mientras los precios de la canasta alimenticia en este lapso aumentaron en 4 mil 800 por ciento, por lo que en este momento, para cumplir con la norma constitucional, el salario mínimo debería ser de 194 pesos diarios. El gobierno alega para justificar su política que este salario tan sólo se aplica a 12 por ciento de la población trabajadora; sin embargo, conforme a los datos aportados por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), los que hoy ganan hasta tres salarios mínimos representan más de 60 por ciento de la población ocupada. De esta manera, la definición del salario mínimo genera un efecto descendente a los salarios del resto de los trabajadores y favorece de muchas maneras la informalidad, contradiciendo la tesis de que la política de bajos salarios coadyuva a la formalización del empleo o es un factor de estabilidad económica.
Una política salarial favorable al desarrollo y al robustecimiento del mercado interno también impacta positivamente en el combate a la pobreza, en mayor medida que los programas de asistencia social. Esto se viene demostrando en los países a los que hemos hecho referencia. Por ejemplo, Brasil, Argentina y Venezuela tienen salarios mínimos equivalentes a más del doble de los que se cubren en nuestro país, y esa condición salarial la promueven como un elemento clave para enfrentar la desigualdad social.
La definición del monto del salario mínimo que estará vigente durante 2014 se ha diferido para fijarse en las próximas horas. Es evidente que, como otras malas noticias, se busca anunciarlo en el periodo prenavideño y vacacional. Todo indica que la política de contención aplicada desde hace décadas continuará. El gobierno impondrá un incremento del orden de 3.8 por ciento, que significará 2.40 pesos, asunto definitivamente ridículo si tomamos en cuenta el costo de los satisfactores básicos y los aumentos que tendrán éstos en diciembre y enero.