Danzante rarámuri. Foto: José Carlo González |
Los rarámuri ¿superhéroes?
Quiso la casualidad que a principios de 2012 el pueblo rarámuri, expuesto a calamidades y sequía, fuera convertido por los medios masivos y el Estado con vagas ganas de ser “de bienestar”, en quintaescencia del miserable, el marginado, el podiosero al que dedicaremos el próximo Teletón y todas las limosnas deducibles de impuestos. (¡Habitan en cuevas!) Y al mismo tiempo, no lejos, apenas “a un salto” de la frontera, ese mismo pueblo protagonizaba un trepidante best seller llamado Born to Run (Nacidos para correr), del periodista de temas masculinos (deportivos, de guerra, de viajes) Cristopher McDougall. ¿Subtítulo?: Una tribu escondida de superatletas y la más grande carrera que el mundo ha visto (Vintage Books, 2009, edición masiva en 2011). Mientras el gobierno mexicano y las corporaciones promovían la lástima por ellos, el cronista de Men’s Health y Runner’s World los saludaba como “tal vez el pueblo más saludable y sereno sobre la Tierra, y con los más grandes corredores del mundo”.
McDougall no ahorraba tinta para enaltecer a estos suprehombres que ríete de Nietzche, sin olvidar que también son indios, o sea salvajes. “Como si no les bastara constituir el pueblo más feliz y acogedor del planeta, los ‘tarahumara’ eran también los más duros: la única cosa que parecía rivalizar con su serenidad sobrehumana era su sobrehumana tolerancia al dolor y a la lechuguilla, un horrible tequila casero destilado con cadáver de víbora y baba de cacto” (sic). Enseguida cita a una revista ilustre de cardiología: “Probablemente desde el tiempo de los espartanos, ningún pueblo ha alcanzado tal nivel de condición física”. Aunque “el manjar predilecto” de estos titanes sea “la barbacoa de ratón”, resultan “bodistavas que no usan sus superfuerza para patear traseros sino para vivir en paz”. La aventura del autor se extiende casi 300 páginas en búsqueda del “máximo corredor”, un tal Caballo Blanco, en la Barranca del Cobre o por ahí.
¿Se trata de los mismos indígenas a los que les vienen arrebatando su suelo, su aire, sus barrancas, desde hace años, con saña o con maña, y que no dejan de buscar maneras de resistir y defenderse? ¿O son los desnutridos e inanes inditos de los noticieros y los discursos de conmiseración?
No es nueva la tentación de idealizarlos a escala cósmica. No menos delirante que McDougall, pero genial en lo suyo, el escritor francés Antonin Artaud los visitó célebremente en 1936. Traía la inteligencia en llamas y los sentidos liberados, y publicó tres artículos al respecto en el periódico El Nacional, editados y presumiblemente traducidos por Luis Cardoza y Aragón. Hoy son parte del canon literario. Los indígenas de Chihuahua no sólo le parecieron “los más grandes filósofos de la Naturaleza”, sino encontró que “en el interior de la raza tarahumara, el Macho y la Hembra existen simultáneamente y disfrutan los beneficios de sus fuerzas aunadas; llevan su filosofía en la cabeza y esa filosofía reúne la acción de las dos fuerzas contrarias en un esfuerzo casi divinizado”.
Semidioses, superhéroes, sabios, atletas, dichosos, formidables. Prehistóricos, eternos, atemporales. Muertos de hambre, damnificados, analfabetas, primitivos, carne de cañón para las cruzadas contra el hambre y los programas de migajas y gangas. Carne de cañón para el narco. Uf. Para Artaud, comunistas naturales que “viven como si ya hubiesen muerto”. Admite que “la existencia de los indios no corresponde al gusto del mundo de ahora”; sin embargo, “en presencia de una raza como aquella, comparando podemos sacar la conclusión de que es la vida moderna la que está atrasada con respecto a algo y no los indios tarahumara con respecto al mundo actual”.
Más allá de los rarámuri de carne y hueso, de la hipocresía institucional y el contexto histórico en un México racista y desigual, pocas “razas” han dado tanta hilacha para que los visitantes le hagan al cuento y la exalten por encima de las nubes, espectaculares como son en la sierra Tarahumara, irreales, pasajeras.