El programa oportunidades
y el ajuste estructural
Acceso al campamento de Las Abejas en Acteal, Chiapas, 2013. Foto: Emily Pederson |
Rocío del Pilar Moreno
Desde hace más de dos décadas, numerosas mujeres indígenas han ejercido diversos procesos auto-organizativos que acompañan proyectos autonómicos de facto. Varios colectivos productivos impulsan la cotidianidad de hornear pan, sembrar hortalizas, criar gallinas y manufacturar artesanías, en un ir haciendo que le otorga agudeza a las demandas de sus pueblos organizados en lucha. Además de ser fuente de soberanía alimentaria, estas tareas, realizadas junto a sus hijos e hijas, van generando conciencia política en quienes vienen detrás. Son actividades que son parte indispensable del quehacer político.
A partir de los noventa, coincidiendo con esta organización propia y con la apertura política de las mujeres, el gobierno mexicano y organismos multilaterales instauraron programas de ajuste estructural, de “ayudas”, por medio de los cuales se convierten en los patrones del trabajo reproductivo y doméstico de las mujeres indígenas.
Ahí está el programa Oportunidades (antes Progresa). Desde su creación ha actuado de manera primordial en comunidades indígenas y campesinas. Transfiere montos monetarios bimensuales a familias pobres. Las titulares son mujeres. Como el nombre sugiere, y qué generosos, a cambio del incentivo ellas deben transformar la precariedad de sus hogares, mediante una serie de responsabilidades. Si no cumplen con los requisitos, se les retira del padrón. En su conjunto, tales acciones recolonizan y controlan la reproducción social y biológica de la población indígena, a través de las mujeres.
Si se divide el monto total del presupuesto federal destinado a Oportunidades por el número de unidades beneficiadas, se deduce que cada hogar recibe 32 pesos al día. El Programa tiene designados más de 66 mil 132 millones de pesos del gasto federal. A inicio del año, la Sedesol reportó que atendería a 5 millones 845 mil fami-lias; sin embargo, en el primer bimestre de este año se atendieron 5 millones 586 mil hogares. Aun así, funcionarios insisten que la medida “emancipa” a las mujeres pues les permite tomar decisiones libremente de sus maridos —mas no del Estado, que cobijado tras esa palabra, se introduce en la vida privada de la población, confina la figura femenina a las cuatro paredes del hogar y vigila cada actividad que realiza, con el fin de desmovilizar al género.
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Los empleados de salud visitan cada hogar para verificar que esté limpio y que las madres sigan las ins-trucciones de las pláticas de salud. Intermediarias del programa checan cada semana que las madres recojan la basura tirada en el suelo de las localidades y cómo invierten el ingreso en la economía familiar. Por su parte, maestros reportan si las madres enviaron a sus hijos e hijas a la escuela. Son esferas íntimas donde el Estado se entromete para hacerlas del dominio público.
Igualmente público se torna el cuerpo de las mujeres. Éste se examina y reconfigura interna y externamente. Primero, mediante exámenes clínicos de salud reproductiva. Luego. evaluando su estructura corpórea (cuántos centímetros mide su cintura y cuánto pesa). Estos últimos registros no corresponden a referentes estéticos dominantes. De ahí que en muchas localidades se obliga a las mujeres hacer ejercicio semanalmente.
En lugar de modificar las condiciones estructurales de la población, Oportunidades intenta reeducar a los pobres para que transformen su salud, alimentación y educación. Documentos oficiales señalan como impactos positivos el cambio de hábitos en la nutrición de las familias, los nuevos comportamientos de las mujeres y el incremento del nivel educativo de las familias. El programa termina culpabilizando a las mujeres indígenas y campesinas de la situación de pobreza de sus comunidades.
La forma incisiva en que el programa intenta que las mujeres hagan uso de la medicina social, pone en riesgo oficios que por lo general dominan: la partería y la medicina tradicional. Y esto ocurre en sitios donde hay mujeres indígenas que ejercen saberes milenarios, de resistencia al consumo de productos patentados por grandes farmacéuticas y que les permiten tener autonomía de su reproducción biológica. La persecución de este tipo de saberes se remonta hasta la Conquista, cuando la Iglesia perseguía a las mujeres por ser depositarias de prácticas curativas populares, acusándolas de brujas.
En ese mismo tenor recolonizador emerge ahora la Cruzada Nacional contra el Hambre: un programa de “ayuda alimentaria” que pone en riesgo a las mujeres, despoja a las comunidades de su base material, perpetúa la situación de pobreza, crea dependencia de alimentos importados y desarrolla un continuo estado de guerra. Por un lado, da el tiro de gracia a la agricultura de subsistencia al separar a la gente de los medios de producción: la tierra. Por otro lado, supone un doble beneficio a las industriales multinacionales (Pepsico y Nestlé): porque le permites deshacerse de su producción chatarra, y porque les promueve la comerciali-zación de esos productos.
Finalmente, como se vio en Guerrero en agosto, la Cruzada contra el Hambre justifica la permanencia de campamentos militares en territorios indígenas donde se ejercen proyectos autonómicos. Una vez dentro del territorio, los soldados ejercen un colonialismo “filantrópico” y control político-militar. Al mismo tiempo que enseñan a los indígenas cómo alimentarse, desarman a miembros de la crac. Mientras reali-zan “labores sociales”, las fuerzas castrenses internalizan el miedo y militarizan la vida cotidiana de la gente. La mezcla de tácticas bélicas con programas sociales no es un elemento nuevo en poblaciones indígenas. Desde hace décadas viven sus efectos, y el cuerpo de las mujeres ha sido el blanco principal.
A partir de 1994, la militarización en comunidades indígenas ha traído de la mano actos de violación y tortura sexual de soldados a mujeres, como han sido los casos en Chiapas de tres mujeres tzeltales violadas por militares en el ejido Morelia; en Guerrero, la violación de las fuerzas castrenses a las dos mujeres me’ phaa Inés Fernández y Valentina Rosendo; y en Veracruz a la anciana nahua Ernestina Asencio.
Los programas de ajuste estructural, como Oportunidades y La Cruzada contra el Hambre, son una guerra de contrainsurgencia, como bien han señalado los zapatistas, una guerra fatídica para mujeres indígenas y campesinas.