Opinión
Ver día anteriorDomingo 8 de diciembre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¿Qué pasa con el modelo?
L

as reformas van y vienen, pero en vez de abrir cauces ciertos para remover el desaliento ciudadano imperante, llenan de nubes e incertidumbre el futuro inmediato de los mexicanos. Sin que, por otra parte, pueda decirse que tales reformas sean portadoras de visiones creíbles de un porvenir mejor en el mediano y el largo plazos.

La razón democrática que parecía haberse impuesto como el faro del cambio mexicano dentro y frente a la globalización, se ha tornado asignatura siempre pendiente, siempre pospuesta, por un sistema político carente de reflejos y potencialidades representativas, despojado por sus propios actores de las mínimas capacidades de forjar panoramas de largo aliento. Un proyecto nacional, como lo reclamara el jueves Adolfo Sánchez Rebolledo en estas páginas.

El carnaval del llamado momento mexicano que acompañó el despuntar de la cacareada segunda alternancia devino mascarada, abrumada por el estancamiento económico y el incremento del malestar social y la violencia, con unos ingresos salariales en picada y un lamentable estado del empleo.

La economía se vuelve casino, en donde impera un todos contra todos que conspira contra la inversión productiva y la innovación, y apuesta todo al exterior. Basta con observar el comportamiento de los ingresos de los mexicanos en lo que va del nuevo milenio, o al enterarnos de que este año el ingreso laboral per cápita cayó 4 por ciento.

La llamada pobreza laboral calculada por el Coneval, que relaciona los salarios con su capacidad para adquirir la canasta alimentaria, ahora es 12 por ciento mayor a la registrada en 2010. Si a esto añadimos que la creación de empleos en el tercer trimestre del presente año resultó la más baja desde 2010 (151 mil plazas, contra 221 mil en el lapso señalado), tendremos el núcleo del que emana una cuestión social inconmovible, inundada por la desigualdad y la pobreza de masas: nada que ver con el empleo decente a cuya creación obligan la Constitución y nuestros compromisos internacionales (véase la nota de Zenyasen Flores, El Financiero, 2/12/13 p. 17).

Así, con estos salarios y esta penumbra laboral, no hay economía que funcione. Por ello hay que insistir las veces que sea necesario: más que de reformas a la carta, obligado es hablar de la transformación de la economía política que nos dejaron la larga transición a la democracia y el salto al vacío de nuestra apresurada globalización, por la vía de la apertura comercial y la contracción del Estado.

Los jóvenes resienten cada día más las inclemencias de la cruel ocupación y de la mala educación en todos los niveles. A diferencia de lo que ocurría al inicio del nuevo siglo, hoy no tienen en la frontera norte un horizonte de cambio y esperanza sino un purgatorio poblado de crueldad y racismo.

A uno lo amargan todo en su país, me dijo en 1985 un joven tapatío, obrero de la construcción, a punto de emprender la marcha al otro lado. Entonces había campo más o menos abierto para hacerlo, no había muro de la ignominia y la migra hacía como que hacía. Hoy sólo quedan el desierto y la agresión criminal de los vigilantes de Arizona. Más que purgatorio, la antesala del infierno.

De este cuadro funesto no puede emanar estímulo alguno para la cooperación social y la deliberación política, colonizada por intereses creados disfrazados de poderes fácticos. Políticos mercaderes que, como ridículos prestidigitadores de compra y venta de protección, ofrecen cambiar el paradigma a cambio de migajas.

Los partidos deciden por sus preocupaciones de corto plazo donde el Estado de derecho es una linda sugerencia. No hay democracia que funcione así, declaró a La Jornada la consejera electoral María Marván, frente al galimatías inventado por las cúpulas partidarias y sus fantasmales asesores.

Si a esta bizarra combinación todavía se le quiere llamar modelo, lo que hay que hacer es cambiarlo, y empezar ya, atendiendo a lo verdaderamente básico, que no es el mercado ni la competitividad: primero están el empleo y los ingresos que, junto con una redistribución sostenida del acceso a los mecanismos de bienestar mínimo con que todavía contamos, constituyen los cimientos de una buena democracia. Sin esto, nada nos va a funcionar. Mucho menos la venta de garaje pomposamente llamada reforma energética.

¿Qué pasa con el modelo?, se preguntaba en Guadalajara el Seminario internacional sobre el descontento ciudadano en la democracia, organizado por la UDG en el contexto de la FIL Académica. Pues poco o nada pasa. ¿Y el modelo? Mal, gracias.