a decepción es directamente proporcional a las expectativas creadas por los créditos de El abogado del crimen. Un director, Ridley Scott, quien por lo menos es un artesano impecable; un escritor célebre, Cormac McCarthy, en su debut como guionista. Y un reparto lleno de nombres atractivos que prometen una interacción chispeante.
Sin embargo, la cosa no funciona. Si bien ya nos hemos acostumbrado a que Scott nos endilgue un tostón –ya van tantos que perdimos la cuenta–, la novedad es que McCarthy haya caído en la vieja trampa del escritor confundido entre las palabras sobre la página y las que se expresan en pantalla. La película, situada en la zona fronteriza entre El Paso y Ciudad Juárez, prácticamente se desarrolla en su mayor parte como un torneo de diálogos presuntuosos, de vuelos metafóricos, sobre las diferencias entre el bien y el mal, y las decisiones éticas tomadas por el protagonista (Michael Fassbender), conocido simplemente como el Abogado.
Hay el fantasma de una trama –el contrabando de un cargamento de drogas, claro, de México a Chicago– merodeando detrás de personajes poco interesantes como para sostener una tensión dramática. El Abogado tiene como socio a Reiner (Javier Bardem, peinado de puercoespín), el ostentoso y naco dueño de centros nocturnos que invita al primero a participar en el negocio chueco; su novia Malkina (Cameron Díaz), mujer peligrosa de carácter depredador, según puede deducirse de sus tatuajes como manchas de leopardo. Hay un intermediario, Westray (Brad Pitt, cuyo pelo grasiento es indicativo de su sordidez) que a pesar de su pose de vaquero es un filósofo que habla en acertijos. En la periferia de ellos, el único personaje inocente es Laura (Penélope Cruz), la novia amorosa del Abogado.
La tesis de El abogado del crimen es simple y tradicional: si juegas con el diablo, prepárate a salir quemado. En ese sentido, el narco mexicano es planteado como un mal pernicioso, omnisciente y ubicuo que, al igual que las maldiciones satánicas de los años 70, es muy eficiente para cobrarse las deudas con lujo de crueldad y violencia. En plan de primerizo, McCarthy nos previene en dos diálogos de Reiner cuáles serán los instrumentos de ejecución: algo llamado bolito, un arma diseñada para estrangular y decapitar a sus víctimas, y la participación estelar en un llamado snuff film. Al espectador sólo le queda esperar cuándo y cómo entrarán en acción tales amenazas.
También cabe adivinar quién saldrá triunfante del asunto. Malkina se ha planteado como la amoralidad encarnada –tiene de mascotas a un par de guepardos, quiere confesar sus pecados con un cura nomás para escandalizarlo y es capaz de masturbarse en el parabrisas del Ferrari de Reiner (quien, friqueado, lo describe como un acto demasiado ginecológico
)– y, por tanto, está por encima de todo y de todos.
De hecho, es el único personaje con idiosincrasia. Los demás son meros pronunciadores de frases sentenciosas, henchidas de significado para corresponder con la mirada pesimista de McCarthy. Y resulta triste ver desperdiciados a buenos actores como Fassbender y Bardem. Igualmente lo es el desperdicio de la maestría técnica del realizador al servicio de una historia tan tediosa como inexistente.
El abogado del crimen
(The Counsellor)
D: Ridley Scott/ G: Cormac McCarthy/ F. en C: Dariusz Wolski/ M: Daniel Pemberton/ Ed:Pietro Scalia/ Con: Michael Fassbender, Penélope Cruz, Cameron Díaz, Javier Bardem, Brad Pitt/ P: Chockstone Pictures, Nick Wechsler Productions, Scott Free Productions. EU, 2013.
Twitter: @walyder