n sentimiento recorre el país desde las megalópolis hasta los pueblos más pequeños en el medio rural mexicano. Comienza como una sensación de desamparo –quién nos defenderá–, continúa con una constatación dolorosa –no se puede confiar en el gobierno [el que sea: federal, estatal o municipal]–, se convierte en desesperanza –un país sembrado de cadáveres e impunidad–, deviene en rabia hasta que empieza a despuntar en redes de apoyo y solidaridad.
Primero está reconocerse en el agravio ajeno. Después está solidarizarse con éste. Las redes sociales han jugado y seguirán jugando un papel clave. Entre la madre que perdió a su hija y no sabe si vive o está muerta o si la llevaron a un prostíbulo y nosotros, está el puente de firmar una protesta o exigir una investigación. Entre los estudiantes que creen no tener futuro y nosotros está el espacio público.
Después está organizarse para enfrentar el agravio y la impunidad. Monsiváis decía que la primera barrera que había que vencer era la idea de que de nada sirve que me organice
. Las redes de activistas sociales, los pequeños grupos que proliferar en las entrañas de nuestro país; son todos testimonios que sí importa organizarse, que sí hacen una diferencia.
Desde el gobierno de Zedillo se buscó hacer efectivo un postulado radical del neoliberalismo que se resume en la famosa frase de la Thatcher respecto a que la sociedad no existe. El propósito era claro: desarticular desde abajo, pulverizar las instancias de gobierno y concentrar el poder fuera del Estado en algunos poderes fácticos.
En ese contexto es necesario resaltar algunos de los cambios ocurridos en el subsuelo social. Si los setentas y ochentas atestiguaron la emergencia de las fuerzas sociales organizadas en coordinadoras tanto en el campo como en la ciudad: en colonias, sindicatos y comunidades rurales; los últimos quince años han visto proliferar en cambio, una gran variedad de grupos organizados a partir de causas específicas y agendas transversales.
La propia dinámica de los grupos ciudadanos, centrada de manera notable en el amplio espectro de los derechos humanos ha tenido tres consecuencias: un profunda labor pedagógica en torno a lo que implica ser ciudadanos y ciudadanas; una constante y tensa relación con los poderes públicos pero con resultados tangibles en luchas concretas; y una forma de activismo ciudadano que combina movilizaciones, expresiones urbanas de protesta, negociaciones y propuestas programáticas. El uso del Internet ha sido su forma privilegiada de expresión.
Al mismo tiempo languidecen las organizaciones gremiales ante el impacto de las crisis económicas, del cambio de terreno de las luchas políticas al ámbito electoral y de la propia crisis de los liderazgos que emergieron en los setentas. Su efecto combinado ha sido el debilitamiento de la coordinación nacional y el tránsito de sus luchas a los ámbitos locales.
Las dinámicas de las vertientes gremial y ciudadana ha hecho de la sociedad organizada un conjunto de archipiélagos con dinámicas propias, a veces convergentes pero en general desarticuladas. Aquí está el verdadero reto: construir espacios vinculantes entre los distintos nodos del activismo ciudadano. Porque sólo a partir de ello se podrá acometer la tarea mayor frente a una sociedad desestructurada y un estado capturado.
De suerte que el punto de partida es un reconocimiento solidario y un rechazo a cualquier fatalismo inexorable. Ante cada agravio una renuncia al camino que prefiguran como sendero único. O como decía Cavafis en el Gran Rifiuto:
A algunos hombres les llega un día
en que deben el gran Sí o el gran No
decir. De inmediato se revela quién tiene
preparado en su interior el Sí, y diciéndolo
avanza en el honor y en su convicción.
Aquél que se negó no se arrepiente. Si otra vez le preguntaran,
no, diría de nuevo. Y sin embargo lo agobia
aquel no –justo– durante toda su vida.