Para el festival fílmico mundial, la plaza Jemaa el Fna fue la sala más grande de Marruecos
Dos minutos permaneció Scorsese al presentar La invención de Hugo Cabret: se conoce su importancia, pero en esas latitudes prefieren Bollywood, con sus intérpretes que hacen reír
Sábado 7 de diciembre de 2013, p. 7
Marrakech, 6 de diciembre.
“Salam, bonyú, jelouu, chaaoo, hola mi amigo...”, hablan vendedores de jugos de naranja con su fonética arabesca. Un cóndor inmenso vuela tres metros desde el brazo de un hombre. Un mono araña, encadenado a su entrenador, hace una pirueta cuando unos turistas pasan. Contadores de historias, con unas cuatro personas a su alrededor, aumentan el volumen de su voz al ver pasar gente cerca. Acróbatas forman una pirámide humana. Tatuadoras de henna ofrecen su arte para alejar a los malos espíritus. Un grupo musical golpea con fuerza sus percusiones; canta al unísono una pieza tradicional de ese antiguo grupo humano del norte de África. Los adivinadores y encantadores de cobras ofrecen fotos con sus reptiles.
Es una ciudad circundada por varios mercados como el de Atarín, Chuari o Kimajín: laberintos de los que se entra y sale con la percepción del sonido, el olor o los colores. En ellos hay infinidad de artesanías; inimaginables objetos.
La plaza Jemaa el Fna es el corazón de Marrakech. Ha sido por siglos punto de encuentro. Está considerada en la lista de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco, por sus siglas en inglés). Una de las mejores muestras de policromía, texturas y esencias de Marruecos están ahí. Parece que el tiempo detuvo su marcha.
Magia pura y plasticidad
El sitio, magia pura y una gama popular llena de plasticidad es, en estos días, la sala de proyecciones más grande de Marruecos: el Festival Internacional de Cine de Marrakech la utiliza para realizar las funciones al aire libre.
Lo exótico de lo musulmán que sólo se puede ver en las películas. Ahí, se vuelve una tercera dimensión real.
Está vigilada y bendecida por la más grande e importante mezquita, Kotoubia, del siglo XII, lugar de veneración un tanto equivalente a la Basílica de Guadalupe. La atalaya, de unos 70 metros, es la vigilante imponente de Marrakech.
En Jemaa el Fna se puede ver, escuchar, comer, probar... En el caminar se encuentran a danzantes tradicionales (con ajuares berebere), a curanderos, saltimbanquis y faquires. También a mercaderes de aceitunas, de ostras, de pescado, pastillas, tajines, zumos de naranja, fruta prolífica y representativa de esta región.
Está flanqueada por múltiples cafés, en los que los hombres comparten la misma mesa. Muchos, ataviados con chilabas (túnica tradicional con capucha). Se reúnen a tomar café o té. Hay visitantes que los emulan.
El Marrakech viejo y tradicional se mueve alrededor de este lugar, punto de unión de lenguas y costumbres. Late en medio de la vorágine de su incesante dinamismo, de su folclor: detonante para que la Unesco la considerara en la mencionada lista, a iniciativa del escritor español Juan Goytisolo y algunos intelectuales marroquíes.
Lo menos imaginable se combina en esta máquina de las dimensiones inmersa en el ajetreo cotidiano de los miles de marroquíes y turistas que van de un lugar a otro. Es una orgía de olores, colores y sabores.
Los inciensos conducen por sus calles y callejones de alrededor. Algunos son laberínticos, bizarras escenas que son como locaciones cinematográficas en la que los extras se diluyen por miles de puertas (muchas de ellas viviendas), por cientos de negocios de lo menos pensado, por decenas de cuerpos que pierden el rostro por el destello de las luces de los nogocios.
Ahora, el cine es parte de ese abanico de contrastes en el que se experimenta la mezcla de etnias y clases sociales, ideologías. Jemaa el Fna es laboratorio con sus diversos caldos de cultivo, los de la fusión de culturas.
Por la tarde, una pantalla gigante comienza a iluminarse, conmina a los que pasan. Estrambótica música de grandes bocinas emana sonidos de artistas actuales de Medio Oriente. Se invita a la gente, sobre todo a la locales, verán algo gra-tis: películas, en su mayoría con temas alusivos a su cultura.
Estoicos, miran
Un día se proyectó La invención de Hugo Cabret, de Martin Scorsese, quien fue a presentarla. El cineasta estadunidense estuvo dos minutos. Sabían que el hombre es importante por la penetración mediática del encuentro, pero hasta ahí. Prefieren las películas de Bollywood, con la estrella Shah Rhuk Khan, quien los entretiene, los hace reír. El viernes se exhibió una de nombre Chennai Express, subtitulada en árabe y francés.
Los más jóvenes están hasta el frente. Llegan temprano para tener el mejor lugar. No importa aguantar de pie las dos horas que dura el filme. Otros más llevan sus bicicletas y motos vespa tipo scooter, que les sirven de asientos. La tienen que llevar apagada. Hay oficiales de policía; todos con ojos devoradores que ven a los muchachos más desalineados, imaginan que son los políglotas dealers, que por ahí ofrecen el mejor hachís. Hay otros: ofrecen el mejor lugar para comer o beber. La mejor ropa hecha en el lugar.
Nunca para. Sólo la desértica noche envuelve su karma por unas horas.
Esta semana el séptimo arte, en la plaza Jemaa el Fna fue nada, una efímera curiosidad. La pantalla de cine, uno más de sus enseres.