Opinión
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Guillermo Tovar de Teresa y nuestra gran patria chica
L

os mexicanos, decía Guillermo Tovar de Teresa, tenemos la mala costumbre de autodevorarnos, de autodestruirnos a partir de la conquista. El Templo Mayor de Tenochtitlán se construyó sin destruir lo existente pero a partir de la conquista la autodestuccción no ha cesado.

Primero, la piqueta sirvió para derribar los templos del demonio, con cuyos escombros edificaron nuevos edificios. Después, el barroco del XVI, introducido por Jerónimo de Balbás y que los indígenas enriquecieron con la estética prehispánica, fue demolido en el XIX, por esa culta ignorancia que aún en nuestros días causa estragos.

En el mundo hispánico la academia liquidó al barroco y con ello su gran arte, escribió Tovar en un libro estupendo: La ciudad de los Palacios: crónica de un patrimonio perdido que debería volver a publicar alguna editorial pública para que toda biblioteca del país contara con al menos un ejemplar. Los minuciosos textos de Guillermo Tovar y la iconografía comparativa del antes y el después de muchos edificios y monumentos son una memoria indispensable para que los jóvenes conozcan mejor nuestro pasado.

Todo se esperaba de fuera, del exterior, y del futuro, explica el historiador. El porfirismo, “recapitulador tramposo del pasado, creador de ‘la historia de bronce’, no resistió la novedad de la patria que produjo la Revolución”.

Los porfiristas, como muchos neoliberales de ahora, querían saber para prever, no para entender al país. Imitar, pues, para progresar. ¿Le parece conocido ese discurso? Hace cuatro o cinco años algunos polvos de aquellos lodos que hacían las veces de funcionarios quisieron dar el salto del brick al click y ni siquiera concluyeron ni convencieron sus trabajos de albañilería.

En el porfirismo, recuerda Tovar en el libro citado y que publicó la editorial Vuelta de Octavio Paz en 1990, se produjo la fiebre del progreso que significa literalmente imitación y que aún hoy algunos despistados ponderan.

El que imita no critica, compara y acepta que lo propio carece de valor. Lejos de criticar para aprovechar lo viejo y lo nuevo, parece querer borrar su pasado, sus señas de identidad. Por eso Díaz, supongo, fue el primer presidente indígena que decidió maquillarse. Por eso, dice Tovar, el imitador siempre llega tarde, nunca es original, carece de origen: las modas son preferencia de quienes carecen de originalidad... Por no saber adónde van imitan.

En mayo de 1986 Guillermo Tovar de Teresa fue nombrado Cronista de la Ciudad de México. Con este nombramiento el entonces presidente De la Madrid quiso salir al paso de un hecho lamentable: que el Cronista de la ciudad no fuera cronista. Después de la muerte de Salvador Novo como cronista el cargo se convirtió en una especie de chamba burocrática, en un trabajo que, se hiciera o no, daba lustre a quien ostentaba el nombramiento de manera vitalicia.

El nombramiento de Guillermo Tovar fue incuestionable por su profundo conocimiento de la ciudad y su interés por proteger el patrimonio. Dijo entonces el historiador que más que cronista oficial pretendería ser un cronista subterráneo, pero al año siguiente anunció que hacer la crónica de la ciudad era una tarea imposible para un solo individuo. Propuso crear el Consejo de la crónica de la ciudad en el que no tendrían cabida los videointelectuales arribistas de los 80, como decía, ni los funcionarios públicos más preocupados por la sucesión presidencial que por la defensa del patrimonio. Creía que sólo la independencia haría viables buenos proyectos. Nada de decisiones efímeras y sentimentales ante los embates que sufría todos los días nuestro Centro Histórico.

El nuevo consejo debería distinguir, discernir y valorar lo propio. Tenía claro que los mexicanos no habíamos dejado de creer que es necesario destruir el pasado para disponer del presente. Por eso la defensa del patrimonio resultó para él fundamental.

Espíritu libre como pocos, Guillermo Tovar de Teresa nunca dudó en exponer sus puntos de vista: lo mismo críticó a los ricos que practicaban una filantropía a modo para agradar al poder, así como las grotescas fundaciones que sólo se valen de membretes para lucrar. Más aún: fue de los pocos intelectuales que junto con Carlos Monsiváis impugnó la exigencia de Carlos Fuentes de levantar una estatua a Hernán Cortés en marzo de 1992.

La ciudad de México fue su gran patria chica, su proyecto interminable. Quiso gozar el pasado como propio y original como lo hicieron José Vasconcelos, Genaro Estrada, Diego Rivera, el Dr. Atl, Salvador Novo, Fernando Benítez, José Iturriaga, José Emilio Pacheco o Carlos Monsiváis.

¿La imitación y la moda terminarán por marcar el futuro de la ciudad de México? ¿Seguiremos autodevorándonos, borrando las huellas de nuestro pasado? ¿Continuaremos midiendo el progreso como los porfiristas? ¿No seremos capaces de ser originales, de aceptar nuestro origen para construir con él y con los frutos de otras culturas otra novedad de la patria? Muchas tareas nos dejó Guillermo Tovar de Teresa con su ejemplo y más nos valdría continuarlas. Nadie viene de nada.