Opinión
Ver día anteriorMiércoles 27 de noviembre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Tabúes de la política correcta
C

uando Mario Vargas Llosa soltó su falsamente ingeniosa fórmula de dictadura perfecta al hablar de México, quizá sólo mostró, por un lado, su maniqueísmo y, por otro, su escaso conocimiento de la discutida y discutible identidad mexicana. Acaso no se había asomado a reflexiones menos ligeras que las suyas de pensadores mexicanos más atinados y profundos, menos atraídos por el negocio del espectáculo, el cual culmina por ahora en el reality show. Tal vez su lectura de Gustave Flaubert, en particular, y de los contemporáneos de este escritor, en general, con el objeto de presentar su tesis ante la universidad francesa (sistema pedagógico reconocido por su capacidad para aplanar y uniformar) le impidió leer obras tan vastas como las de Reyes, Vasconcelos, Ramos y, pudiera ser, ocupado por su propia obra, del mismo Octavio Paz, para no hablar de numerosos y estrictos historiadores de México.

Si Vargas Llosa quiso limitar su fórmula a los regímenes priístas (expresada con anterioridad al desastre de la experiencia panista que no hubiese podido imaginar) podría decirse que se trata, entonces, más de una ocurrencia para salón mundano que de una reflexión argumentada. Es barrer de un escobazo los siglos coloniales y la tradición que se impuso durante ellos. Baste el ejemplo de nombramiento del virrey, a quien se esperaba con pancartas y discursos preparados de antemano donde sólo faltaba el nombre del celebrado desconocido. Festejo semejante hecho por las fuerzas vivas de la nación de los candidatos del viejo PRI, designados por dedazo y desconocidos hasta el momento del destape.

Es también desconocer el espíritu de picardía del pueblo mexicano y su carácter fundamentalmente anarquista. Si se trata de emitir una ocurrencia, que al menos esta tenga gracia: ¿por qué no formular con menos seriedad y algo más de gracia la fórmula de la dictadura anarquista perfecta? Habría aquí un inicio de pensamiento sobre nuestra identidad, largo, casi infinito tema, cuya reflexión se halla apenas en sus comienzos.

Vargas Llosa, como la gran mayoría de la gente, no logra escapar al maniqueísmo ni al prejuicio de un hipotético juicio. Los buenos y los malos. El eje del mal no es el mismo para Bush que para los talibanes. ¿Por qué misteriosa alquimia quienes proponen esta distinción maniquea se colocan siempre del lado del bien, sin que les pase por la mente la idea del ridículo?

Tal vez me equivoque, no dejo de decirme al escribir una frase, y, acaso por esta duda, escriba novela: siempre puedo decir que invento. Pero veo tanto peligro en la política correcta de Occidente como en, para mí, los aborrecibles talibanes. Dejo de lado a éstos, pues prefiero ocuparme de lo que por el momento me concierne y me afecta: la dictadura de la política correcta. La imposición del pensamiento único.

La frase de Vargas Llosa me cruzó por la cabeza al pensar en la política correcta: ésa es la dictadura perfecta. Quien no piensa, y habla, como se debe es racista, reaccionario, macho, sucio fumador, fascista, retrógrado, qué sé yo. Imprecaciones y conjuros interminables: debe exorcizarse al mal condenando cualquier asomo de rebeldía, estigmatizando a quien se atreva a pensar de manera diferente. Diabolizar de inmediato al sedicioso.

Tal es el más grave peligro, ¿me atrevo a pensarlo?, que veo correr a la identidad mexicana: la dictadura perfecta de la política correcta. Esta se insinúa en forma insidiosa, reptante, callada. Aprovecha la pereza de pensar por sí mismo, la ignorancia, la tontería. Poco a poco todos repetimos lo mismo y nos escuchamos con verdadero placer unos a otros, contentos de ser y estar en el mejor de los mundos… por venir, lejos del mal absoluto que son los otros.

Por fortuna comienza a haber disidentes. Los tabúes de la política correcta empiezan a ser denunciados como tales. Una frase por aquí, otra por allá, un debate televisivo en Francia donde se aborda el tema. A la mejor el otro tiene razón.