Opinión
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Un subversivo sermón de Adviento
E

stamos a unos días del primer domingo de Adviento. En una fecha como la que está por llegar, pero de 1511, Antonio de Montesinos desnudó la brutalidad de la empresa colonial española. Lo hizo mediante la exposición de un pasaje bíblico.

Cabe mencionar que unas fuentes consignan el primer domingo de Adviento como el día que Montesinos hizo su predicación; otras sostienen que fue en el segundo e incluso el tercer domingo. En todo caso, así lo considero, lo central es el contenido de la exposición que dio. El escenario del valiente discurso fue la isla La Española, en la ciudad de Santo Domingo (República Dominicana).

El grupo de frailes dominicos asentado en La Española decide pronunciarse contra la barbarie cotidiana padecida por la población indígena y los esclavos traídos a tierras caribeñas. Llegado el primer domingo de Adviento, sus compañeros deciden que sea Montesinos quien lea lo escrito en conjunto. Uno de los presentes, Bartolomé de las Casas, en quien la predicación de fray Antonio de Montesinos habría de calar muy hondo, a tal grado que desembocaría en su conversión, fijó para la posteridad el sermón y las primeras reacciones levantadas por el mismo.

Nos dice De las Casas que, a la hora de predicar, Montesinos subió al púlpito y tomó por tema y base de su exposición Ego vox clamantis in deserto (voz que clama en el desierto, Juan 1:23). Después de la introducción comenzó a encarecer la esterilidad del desierto de las conciencias de los españoles desta isla y la ceguedad en que vivían; con cuánto peligro andaban en su condenación, no advirtiendo los pecados gravísimos en que con tanta insensibilidad estaban continuamente y en ellos morían.

El predicador explicó así el motivo de su sermón: Para os lo dar a cognoscer me he sobido aquí, yo que soy la voz de Cristo en el desierto desta isla, y por tanto, conviene que con atención, no cualquiera, sino con todo vuestro corazón y con todos vuestros sentidos, la oigáis; la cual voz os dará la más nueva que nunca oísteis, la más áspera y dura y más espantable y peligrosa que jamás no pensasteis oír.

El impacto entre los asistentes fue seco; algunos quedaron desconcertados, ya que esperaban escuchar palabras amorosas, dado que por la temporada lo natural era que los sermones enfatizaran la ternura de la encarnación. Olvidaron que el nacido en un pesebre, al inicio de su ministerio, como nos lo cuenta Lucas, refirió que la misión mesiánica consiste en proclamar libertad a los cautivos de todas las ataduras espirituales y materiales que lastiman la dignidad humana.

Montesinos, así fue consignado por Bartolomé de las Casas, prosiguió: Esta voz, dijo él, que todos estáis en pecado mortal, inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras, mansas y pacíficas, donde tan infinitas dellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos de sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir, los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien los doctrine, y conozcan a su Dios y criador, sean baptizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos? ¿Estos nos son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos? Tened por cierto que en el estado que estáis no os podéis salvar más que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe de Jesucristo.

El silencio era espeso, nadie se movía de su lugar. Montesinos bajó del púlpito, y el efecto de sus palabras lo refleja Bartolomé de las Casas, porque a sus oyentes los dejó atónitos, a muchos como fuera de sentido, a otros más empedernidos y algunos algo compungidos, pero a ninguno, a lo que yo después entendí, convertido.

De las Casas llegó a residir en La Española casi una década antes de que Montesinos exigiera a los conquistadores que cesaran su trato inhumano hacia los indígenas y esclavos. Llegó el 5 de abril de 1502, acompañando al gobernador Nicolás de Ovando. Bartolomé tomó parte en los combates de conquista contra los habitantes descubiertos por los españoles. Por esa participación recibió bienes y tierras. Fue encomendero, y en tal carácter tuvo mano de obra cautiva a su servicio.

Tres años tardaría De las Casas en aquilatar debidamente el sermón que le escuchó a fray Antonio de Montesinos el primer domingo de Adviento de 1511. Como evidencia palpable de su ruptura con el sistema colonial, Bartolomé renuncia públicamente a sus posesiones mal habidas y dedica su ministerio a la defensa de los indios y a evangelizarlos al modo de Jesucristo, sin amenazas ni violencia.

En 1515 Montesinos y De las Casas viajan a España, con el fin de presentar sus alegatos ante distintas instancias a favor de los pueblos indios y contra las sanguinarias acciones de los conquistadores. En los siguientes cincuenta años De las Casas dedica su vida a contar los horrores de la Conquista española en tierras amerindias. En sus ires y venires de España al Nuevo Mundo prosigue en su denuncia del mal estructural sobre el que se construye la organización socioeconómica colonial. En 1543 es el primer obispo de Chiapas. En 1550-1551 mantiene una encendida polémica, en Valladolid, con el teólogo imperial Juan Ginés de Sepúlveda, en la que su teología cristocéntrica (desde la que él considera, justamente, imposible la Conquista española) contrasta con el aristotelismo de su contrincante, defensor a ultranza del imperio español.

La encarnación del Verbo es multidimensional. Una de sus facetas es un recordatorio de que en el desierto de las conciencias, personal y colectiva, puede florecer la libertad de toda opresión, de todo lo que deshumaniza a hombres y mujeres. La Buena Nueva es que la conspiración del Adviento nos llama, como predicó Antonio de Montesinos, a que despertemos de nuestro letargo y desatemos todo yugo de esclavitud.