or fin, se logró la foto ansiada: José Dirceu, quizás el más consistente cuadro político de la izquierda brasileña, y José Genoino, un ex guerrillero que llegó a presidir el PT de Lula, llegando a la cárcel.
Termina así un juicio que empezó, se desarrolló y terminó bajo intensa presión mediática. A lo largo de meses, y con transmisión en directo por televisión, se atropellaron principios elementales de la justicia, se abrió espacio para que varios de los magistrados hicieran gala de histrionismo singular, y se llegó a sentencias propias de un tribunal de excepción.
Jamás de presentaron pruebas sólidas de que existió el mensalão, o sea, la distribución mensual de dinero a parlamentarios para que aprobasen proyectos de interés del gobierno de Lula da Silva. Lo que sí hubo, y de eso sobran pruebas, evidencias e indicios, fue el trasvase de recursos para cubrir gastos y deudas de campañas de aliados. Es lo que llaman en Brasil de caja dos
–una contabilidad irregular e ilegal–, parte intrínseca de todos los partidos, sin excepción, a cada elección. Es crimen previsto y pasible de sanciones, pero en el ámbito del Código Electoral, no del Código Penal.
La denuncia surgió en 2005, a raíz de una entrevista del entonces diputado Roberto Jefferson, aliado del primer gobierno de Lula (2003-2007). Poco o nada adicto a las normas elementales de la ética, el diputado quiso avanzar en recursos públicos más allá de lo admisible por las elásticas y nunca escritas reglas del juego político brasileño. Dirceu, todopoderoso jefe de gabinete de Lula, lo frenó. En represalia, Jefferson lanzó la denuncia.
Ha sido el combustible perfecto para una maniobra espectacular de los conglomerados mediáticos brasileños, que desataron una campaña casi sin precedentes. Resultado: la caída de Dirceu, y de rebote, de otra figura emblemática del PT: su presidente nacional, José Genoino.
Todo lo demás fue accesorio. Devastar la popularidad de Lula e impedir su relección en 2006 eran, en verdad, el objetivo central del conservadurismo. Ocurre que Lula se religió en 2006 y luego eligió a su sucesora, Dilma Rousseff, en 2010.
Y en 2012 empezó el juicio. Dirceu se transformó en blanco preferente de la ira antipetista en particular y antizquierda en general. Estaba condenado, por los medios, desde el primer minuto de la primera sesión del juicio en la corte suprema. Anestesiada y conducida a ciegas por un bombardeo inclemente y sin tregua de los medios de comunicación, la conservadora clase media aplaudió el juicio de excepción y las sentencias dictadas como si fuese el fin de la corrupción endémica que atraviesa todos –todos, sin excepción– los gobiernos desde hace siglos. Se pretendió –y se logró– transformar el juicio en una medida ejemplarizante de la justicia.
Ha sido la victoria de la gran hipocresía. El gran engaño.
Dominado por magistrados cuya hipertrofia de egos alcanza el estado terminal, empezando por su presidente, Joaquim Barbosa, el Supremo Tribunal Federal no se mostró tímido a la hora de imponer innovaciones jurídicas, como condenar sin pruebas.
Una curiosidad: a principios de 2003, cuando era postulante a una plaza en el Supremo Tribunal, el entonces fiscal federal Joaquim Barbosa buscó a Dirceu, jefe de gabinete recién estrenado. Presentó un pedido rutinario: apoyo para que fuese elegido ministro de la corte.
Dirceu lo recibió, y comentó: Ojalá llegue el día en que postulantes como usted obtengan la indicación por sus propios méritos, y no por indicaciones políticas como la que me pide
.
Fue elegido porque Lula quería ser el primero en nominar un negro para la corte. De origen humilde, Barbosa construyó su trayectoria gracias a un esfuerzo descomunal. Tenía méritos propios para llegar adonde llegó. Pero no llegó por ninguno de ellos.
Antes, intentó ingresar en la carrera diplomática. Fue rechazado por su personalidad insegura, agresiva, con marcas de resentimiento social, como indica el examen sicológico que lo reprobó.
En Brasil, el sistema judiciario está, como toda la estructura de poder, plagado de vicios de raíz. La conducción mediática y con espectacularidad del juicio que llevó Dirceu y Genoino a la cárcel es prueba cristalina de los desmandes de la corte suprema.
Barbosa expidió las órdenes de prisión de manera irregular, a propósito. Más que detener a Dirceu y Genoino, era necesario exponerlos a la execración pública.
Genoino sufrió una delicada cirugía cardiaca el pasado julio. Barbosa lo sabía. Aun así lo forzó a ocho horas de traslado, y que fuese llevado a una celda común, sin medicamentos ni atención médica. Padeció picos de presión arterial, terminó en una clínica. Sólo entonces Barbosa autorizó que permaneciera internado.
Alguna vez, más temprano que tarde, se sabrá la verdad por detrás de esa farsa, construida y alimentada por la prensa y consagrada por la corte suprema.