l Segundo sexo de Simone de Beauvoir y el Cuaderno dorado de la espléndida Doris Lessing fueron dos libros fundamentales que ofrecían miradas de apertura para andar por la vida. Era un tiempo lleno de prejuicios para con el desarrollo de las mujeres, y su lectura marcó a las de mi generación. Ahora con la muerte hace unos días de la escritora británica nacida en Persia, residente hasta los 30 años de edad en Rhodesia, pienso en los cambios, primero de nombre de aquellos países y después de alianzas, puntos de vista, adelantos y retrocesos que se han dado ahí y en todo el mundo.
A Doris Lessing le tocó vivir aquel tiempo de lucha por la utopía, es decir, por la búsqueda de justicia e igualdad; muchos de sus libros hablan de las condiciones lamentables de África para con los nativos. Así, su entrega al movimiento comunista fue congruente con la indignación por las diferencias abismales entre la raza negra y la blanca, entre los ricos y los pobres, entre unos países y otros. Y esa misma sensación de rechazo a la injusticia la llevó a explorar, en su obra, la posición de las mujeres. Ella trabajaba por la mejoría en la situación de los oprimidos, nada menos, pero nada más. Y así, al ver traicionados los ideales en la religión, el partido comunista, el feminismo radical fue abandonando las organizaciones para mantener su propia congruencia. Su posición frente a los abusos y fundamentalismos la llevaron al desencanto, pero no a la claudicación de su postura.
En el apogeo de su fama hizo al menos una visita a México hará más de 20 años. Yo la conocí entonces en una comida que le ofreció el poderoso y polémico presidente fundador de la Sogem, sociedad gremial también muy poderosa en ese mismo entonces. La comida para los autores literarios solía ser espléndida y más espléndido aún era el correr del buen vino. Desconozco la razón, pero el caso es que me sentaron al lado de ella lo que propició la charla que debe haber girado alrededor tanto de los tópicos del momento como de las letras en México.
Por el número de comensales no era ni lejanamente posible conversar más que con el vecino de al lado o de enfrente; yo estaba a su derecha, y a la derecha del anfitrión estaba ella. Sin embargo, Doris Lessing sólo podía en gran medida hablar conmigo ya que el presidente no dominaba el inglés. De vez en cuando surgía una pregunta, un comentario de los invitados, pero no puede decirse que realmente se tratara de una conversación dada la lejanía entre un asiento y otro.
Recuerdo que la escritora fue atenta y cortés para dar respuesta a lo que se le decía ante la imposibilidad de entablar una charla verdadera. Y así pasamos del tequila al coñac, de los entremeses al postre.
En algún momento, el presidente de Sogem tomó la palabra. Primero le explicó prolijamente la importancia mundial de la sociedad de autores que en aquel entonces parecía estar en excelentes condiciones de prestigio y holgura. (Es cierto que ahí fueron recibidos los literatos más célebres de muchos países y de todos los continentes). Después hizo una pausa muy teatral para atraer la atención de la escritora y el silencio de los demás. Y con voz doctoral, quiero creer que acaso con un ligero toque de ironía, dijo que él era psicólogo por lo que sabía de qué hablaba. Que era un hecho demostrado que el cerebro de las mujeres pesa alrededor de 200 gramos menos que el de los hombres, así que era obvio que con un cerebro menor los pensamientos femeninos fatalmente tendrían que ser menores.
Doris Lessing esperó a que yo tradujera aquello, endureció el rostro y no se dignó a decir nada más. Esa misma noche tenía una presentación en la Capilla Alfonsina
a la que yo asistí. Dijo lo que tenía preparado que fue, como era ella, brillante. Pero se comportó con mucha brusquedad al responder las preguntas del público. ¿Cómo saber si su impaciencia se generó mientras le escanciaban el vino unas horas antes?