|
||||||
Llamamiento de La Paz, bolivia a los Pueblos de América Latina, a los Gobiernos Latinoamericanos
América Latina, el Caribe y el mundo enfrentan un reto de enormes proporciones, una crisis que incluye entre otras dos dimensiones fundamentales: el dramático deterioro ambiental y la profunda debacle alimentaria. Estamos en una encrucijada de orden civilizatorio ante la que sólo se abren en dos caminos: el de un acaparamiento, concentración y extranjerización de las tierras de los campesinos, de los indígenas originarios y de los afrodescendientes sólo comparable con la que se dio durante la Colonia, para operar en los nuevos latifundios minería tóxica con tajos a cielo abierto, grandes presas que destruyen cuencas y una agricultura extractiva, rentista y especulativa, vía que profundiza la crisis; y el que mediante el fortalecimiento del mundo campesino-indígena y de la agricultura que practican sus hombres y mujeres, tanto la comunitaria de los ayllus y otras figuras ancestrales, como la familiar y la cooperativa, detiene el deterioro ambiental y la crisis alimentaria a través de aprovechamientos sostenibles, diversificados y respetuosos de la naturaleza. La disyuntiva es civilizatoria y supone definiciones globales y estratégicas. Al respecto, nuestra opción es clara: entre el agro-negocio y la agri-cultura nos adherimos al paradigma que inspira a las comunidades indígenas originarias, afrodescendientes y campesinas; alternativa con la que coinciden muchas voces, entre ellas la del relator de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación y todas aquellas instancias internacionales que han reconocido las virtudes productivas y socio ambientales de la pequeña y mediana agricultura. La vía que proponemos es estratégica, pero su adopción demanda también acciones inmediatas: leyes, políticas, programas e iniciativas específicas que avancen por la ruta de la soberanía alimentaria, la defensa de la naturaleza y la restauración de la convivencia social. Esto pasa por el respeto a la diversidad sociocultural de los pueblos y el reconocimiento de sus derechos territoriales y autonómicos de base comunitaria, pero también por la profundización e intensificación de los procesos democráticos nacionales. El problema del hambre, que agravia a más de 800 millones de personas, nos concierne a todos: quienes producen y consumen alimentos y quienes sólo los consumen, razón por la cual demanda estrategias integrales de planeación rural y urbana. Pero ante todo es necesario que las comunidades, las regiones, los países y la humanidad entera recuperen la soberanía alimentaria cedida a las trasnacionales. Y para recuperarla no podemos apostar por un agronegocio al que sólo mueven las ganancias que reportan la agroexportación y el monocultivo; un modelo tecnológicamente predador, socialmente injusto y ambientalmente insostenible que con su abuso de los agrotóxicos envenena a la naturaleza, a los productores y a los consumidores; una economía especulativa que lucra con el hambre. Sin ser excluyente, pues cuando se trata de los alimentos nadie está de más, la opción más promisoria y estratégica es la pequeña y mediana producción; una agricultura que pese al abandono, desgaste y agresiones a los que ha sido sometida, sigue alimentando a gran parte del mundo con productos no sólo sanos sino también identitarios, es decir representativos de la diversidad sociocultural. Pero la pequeña y mediana agricultura no podrá potenciarse y alimentar a una población mundial creciente si se les siguen quitando tierras y aguas a los campesinos, las comunidades indígenas originarias y los afrodescendientes. Despojo que se intensificó en las últimas décadas y que en los años recientes devino carrera vertiginosa por repartirse el mundo barriendo con quienes lo habitan y lo mantienen vivo. Es necesario, es urgente, detener y revertir este proceso restituyendo las tierras y territorios que les fueron arrebatados a los indígenas, campesinos y afrodescendientes, incluyendo especialmente en este acto de justicia a las mujeres, cuyos derechos generales y agrarios han sido históricamente ignorados por el patriarcalismo ancestral y aún imperante. Y este rediseño de la tenencia de la tierra habrá que lograrlo no mediante bancos de tierras o entrega condicionada y a cuentagotas de parcelas familiares, sino a través de verdaderas reformas agrarias: mudanzas profundas que permitan restaurar la relación originaria de las comunidades con sus ámbitos territoriales, rota de antiguo por un sistema privatizador y anti campesino. La restitución es indispensable desde la perspectiva del hambre, pues no se puede esperar un aporte decisivo de los campesinos a la soberanía alimentaria si éstos no tienen tierras suficientes. Pero la restitución debe hacerse también, y sobre todo porque es un derecho de los pueblos, un derecho histórico sustentado en la ocupación ancestral y reafirmado por el trabajo. Defender y potenciar la buena agricultura que practican las mujeres y los hombres del campo pasa por cambiar los patrones actuales de tenencia de la tierra y por reconocer los sistemas políticos de los pueblos indígenas originarios. Pero no puede quedarse en esto, pues está visto que en un entorno económico desfavorable y sin recursos para cultivarlas y vivir dignamente de ellas, los campesinos abandonan o enajenan sus parcelas. Es necesario entonces que los gobiernos se comprometan con políticas de fomento agropecuario diseñadas no como hasta ahora para favorecer al agronegocio y hacer dependientes a los campesinos fomentando el uso de agrotóxicos y de semillas transgénicas, sino adecuadas a sus necesidades, usos, y prácticas agrícolas; lo que incluye infraestructura, crédito, esquemas de comercialización, investigación tecnológica, entre otros bienes y servicios. Políticas y acciones que no deben diseñarse e implementarse desde arriba sino en diálogo y consenso con los productores, sus comunidades y sus organizaciones, que son quienes en verdad saben lo que necesitan. La crisis ambiental que nos sacude es una catástrofe antropogénica, o más bien mecadogénica, que a todos incumbe. Sin embargo, lo que se haga en el ámbito rural por contenerla es decisivo pues es ahí donde se escenifica la más dramática destrucción de los ecosistemas y las culturas rurales y donde la batalla por su preservación y restauración es más intensa. Y en esta batalla los campesinos, indígenas originarios y afrodescendientes son protagonistas mayores pues, para ellos la madre Tierra no es un simple medio de producción ni menos una mercancía, sino parte sustantiva de un binomio inseparable, de un todo armónico constituido por sociedad y naturaleza. Los campesinos no sólo nos alimentan, al mismo tiempo preservan la vida del planeta. Pero también en este ámbito tienen derecho al apoyo: por una parte la comprensión, respaldo y corresponsabilidad de la población urbana, y por otra el reconocimiento y retribución de sus aportes por parte del Estado. La madre naturaleza no tiene precio pero los esfuerzos para devolverle la salud que le hemos quitado suponen costos que la sociedad debe reconocer y sufragar. Sin la participación de todos en las decisiones, es decir sin democracia, los caminos se cierran. Y el mundo rural la necesita con urgencia. Pero también en esto los indígenas, campesinos y afrodescendientes nos enseñan que no hay una sola manera que practicar la democracia sino muchas. Y ellos priorizan la democracia participativa y consensual, una democracia desde abajo, una democracia comunitaria que es la única que legitima a los gobiernos locales, provinciales y nacionales. La gran crisis no sólo es ambiental y alimentaria, también es civilizatoria por cuanto pone en cuestión los grandes paradigmas de la modernidad: el desarrollo y el progreso entendidos como crecimiento económico a toda costa. Y también ahí el mundo indígena y campesino nos da lecciones. Por una parte el concepto del buen vivir propio de los pueblos mesoamericanos, andino amazónicos, chaqueños, de la sabana, del Orinoco, entre otros muchos originarios; pero también el concepto de bienestar como aspiración ancestral de todos los campesinos del mundo. Paradigmas, estrategias de pensamiento y sistemas de valores que en tiempos de crisis e incertidumbre son sin duda inspiradores. Colombia es emblemática tanto de la crisis como de las vías que se van creando para superarla. Por ello los participantes en el seminario manifestamos a la comunidad internacional nuestro apoyo al proceso de paz, en la perspectiva en que contribuya a la transformación de la estructura agraria de un país al que caracteriza la más extrema concentración de la tierra. De igual manera hacemos votos porque el fin del conflicto armado signifique el pleno reconocimiento de las comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes que han sido sus principales víctimas. Estamos ante una encrucijada de orden civilizatorio que ni los pueblos ni los gobiernos latinoamericanos pueden soslayar. El orden clasista, colonial y patriarcal que además de destruir a la naturaleza explota a los trabajadores, somete a los colonizados, oprime a las mujeres y excluye a los jóvenes robándoles el futuro, debe ser dejado atrás. Los participantes en el debate sobre alternativas globales celebrado en La Paz, Bolivia, pensamos que la vía más promisoria es la que señalan los indígenas y campesinos. Escuchemos sus voces.
|