iempre me ha parecido que los ojos de los animales, los de todos ellos, son pequeños círculos de fulgor que reproducen la luz del sol, la multiplican, la reflejan en haces infinitos para que no se apague nunca. Por eso son tan cálidos. Por eso invitan a acercarse. Los ojos de los animales son así una especie de diminutos hogares de los hombres. Ese es, creo, el motivo de que estén en todas partes. Nos acompañan. Son parte del tejido de la vida, parte de nuestra comunidad.
En la urdimbre de ese tejido de existencia siempre hay un hombre, o una mujer, un elefante, una becerra, un ratón, un sapo, un perro, un caballo, una tortuga, una curiosidad, una sensibilidad, una fantasía, un deseo de aprender y conocer; el gozo de un encuentro futuro con muchos otros animales, con hombres y mujeres con los que se compartirá el mundo, mucho tiempo después.
La comunidad es así, desde hace muchos, muchos años, un lugar de encuentro entre los que nacen, viven y penetran en su entorno y algo casi innombrable que espera desde tiempo inmemorial en el tronco de un árbol, en la altura de un matorral, en la huella de un puma o un caimán, en la forma de un surco, en el celaje de un sombrero.
Allí, caminando en el bosque, en veredas, senderos y calles, o en la ladera sembrada de maíz o de trigo, cuando se vive en comunidad se nos transmite la memoria de las mujeres, los hombres y las de mil y un animales que comparten los signos de la vida en común.
Así aprendemos que nadie vive solo, que en los parajes comunitarios cada uno mantiene una conversación con los que ya han pasado. Que cuando uno habla todas las vidas se encarnan en quien lo hace; se escuchan todas las voces, de hombres y animales, los sonidos de los árboles y los murmullos del agua y de la tierra.
Si tenemos la sabiduría para escuchar este acervo de comunidad podemos ser invitados a ser partícipes de la conversación. Porque con la magia del lenguaje comunitario se recrea la textura de la tierra, se hace gala de la luminosidad de sus paisajes, se honra la mirada de todos los animales con los que desde siempre compartimos la vida, con los que –junto a ellos– nos ayudan a conocerla.
Ese es el secreto y la grandeza que nos devela Animales sin papeles, el libro que Ítaca y La Cabra Ediciones acaban de poner a nuestro alcance con dibujos a tinta de Atziri Carranza y textos de John Berger. Es un libro lleno de luz. Es un libro que nos acerca a un conejo, a un cocodrilo, una morsa, o a un orangután o a una abeja en toda la intimidad de su persona. Nos recuerda que son nuestros compañeros de viaje. Son hilos de un tejido que se urde con las palabras en trazos de Atziri y con las frases en estampas de John.
Recorrer con todos los sentidos este libro de animales nos recuerda lo que ya hace tiempo nos dijo Ramón Vera: A John Berger nada le es ajeno
. Animales sin papeles nos recuerda también lo que, al menos desde 1960, nos dijo el autor de King, una historia de la calle, en la que el perro que le da nombre a la novela es nuestro guía para conducirnos por los pliegues del mundo y por el que a través de su visión podemos entrar a los universos de las pequeñas resistencias cotidianas, nos dijo entonces John Berger, dibujar es descubrir
. Y así descubre Atziri Carranza que fue acunada por su padre como por un orangután vigía que le hereda el arraigo y que fue salvada por su madre con la sagacidad de la zorra que la intuye.
Por eso estoy seguro que los animales de estos Animales sin papeles se ríen cuando escuchan aquellas historias que le otorgan carácter moral a sus acciones. Aquí el perro mueve su cola cuando halla un recuerdo
, el burro mantiene su voluntad firme, el sapo es un romántico salto que espera
, la tortuga es en realidad la cima de un cerro, el tigre vive el miedo de un modo diferente
, la morsa y el elefante son hermanos que nacen en el agua una y entre los árboles el otro.
Los dibujos de Atziri Carranza en Animales sin papeles son memoria. Nos revelan que ella aprendió a vivir con una intuición ancestral que comparte con su paisaje y con su gente. Con un equilibrio entre imaginación y perspicacia, afina las miradas y nos seduce con la contundencia sutil de sus composiciones. Nos regala los jirones de luz que siempre tuvo en las manos. Las líneas de su trazo nos recuerda que los animales son los que, a través de sus ojos, mantienen vivo al sol.
Para Daniela Villanueva, que adora a los animales y a mi hijo
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