icious! / You hit me with a flower…
Me enteré por el periódico de que Lou Reed murió el domingo. Resulta que el hombre tenía ya 71 años, pero para mi será siempre joven.
Cuando escuché por primera vez a Lou Reed yo estaba ya saliendo de mis años más intensamente roqueros. Sería tal vez a mediados de los años setenta. No recuerdo el año exacto. El disco era Transformer, y me pareció inolvidable. Lou Reed fue para mi, con Brian Eno, y con el brasileño genial Ney Mattogrosso, el primer cantante que transgredía y potenciaba a los géneros –al género– desde el sexo masculino. Y aunque Brian Eno me fascinaba, me gustaban todavía más –mucho más, de hecho– los otros dos. Potenciar los géneros/el género, creo que eso fue lo que me atrapó, que me marcó desde el principio.
Había en lo de Lou Reed bastante de trasvestismo (¡claro!); pero lo que Reed componía y cantaba sobrepasaba por todos los costados mi idea ingenua de lo que era o podía ser el trasvestismo. En esos años todo aquello
tenía algo de muy nuevo, sobre todo como expresión pública y abierta. La idea misma de género
era, para mí al menos, a lo más una sospecha. Creíamos que el mundo estaba dividido de manera tajante, natural y estable entre lo masculino y lo femenino. Por eso también existían juicios muy formados acerca de lo que era ser
un travesti. Esos juicios –casi siempre engolados– no cuadraban con lo que hacía Lou Reed.
El trasvestismo de Reed no se trataba de aparentar ser mujer, sino de algo parecido a lo que dice la canción de Ney Matogrosso: ser hombre con h
, es decir, reconocer que el hombre lleva una letra silenciosa, que se ocupa pero que no se pronuncia. Ser hombre con algo más de lo que suena. Es algo así.
En una entrevista Lou Reed dijo alguna vez que lo que había escrito no hubiera sido gran cosa si hubiera aparecido como simple impreso en un libro. Para que su escritura importara, para que se notara, lo de Reed tenía que estar en una canción de rock. Eso, pienso, tiene también algo que ver con la letra silenciosa –con la h
de hombre– que cobra vida en las rolas de Lou Reed. La sexualidad, la persona toda, ocupa un espacio superior, completo, en su arte. No sólo en su música: sino sobre todo en su voz. Como la ópera, el rock de este tipo es un arte total: teatro, poesía, y música. Este tipo de rock es un ritual de invocación.
Oh, such a perfect day… / You just keep me hanging on.
Había en Lou Reed otra cosa. Creo que era algo así como la verdad de lo inmediato. Lo irreducible de lo que tenemos junto. De la persona que tenemos junto, por ejemplo, y que quiere que seamos lo que ya no queremos ser: You’re still doing things that I gave up years ago! Insistes en estar a mi lado. Ojalá y no hubieras dado conmigo. Sigues haciendo cosas que yo dejé de hacer hace años.
Sus letras son momentos poéticos que se emparentan al cotidiano que perseguían y buscaban los beats, o a la magia de Bob Dylan. Sólo que lo de Lou Reed vivía todo en el plano del desparpajo. En un plano menos intelectual y más brutalmente inmediato. En un plano menos romántico y más divertido.
Y ese es el segundo aspecto que me encantó de Lou Reed, su recuperación del rock, que sentí desde el principio como un trago fresco del manantial de la eterna juventud. La tendencia a la música electrónica progresiva
–que al principio me encantó con King Crimson, Yes y Emerson, Lake and Palmer– pronto me hizo volver a añorar el rock, buscar de nuevo esa roca, esa tierra firme, que es el rock. Por eso los amigos que compartíamos gustos en estos temas recibimos al punk con cierto alivio. Pero para mí fueron enormemente entusiasmantes otros conjuntos un previos al punk: el primer disco de Roxy Music, por ejemplo, y de otra forma Marc Bolan con su T. Rex, y… Lou Reed.
Había en el fundamentalismo roquero de Lou Reed algo así como la fuente misma de la transgresión. Algo entre el canto y la declaración. Un ritmo al que le colgaba melodías que eran como ropas deslavadas y deformadas por el uso. Pero sobre ese fondo deslavado iban pronunciadas las letras, perfectamente esculpidas y nítidas, y llenas de imperativos. No puede sino ser eterno el hombre que nos invitó a:
Take a walk on the wild side.