ernando del Paso cuenta de manera magistral cómo, alejado de México, Palinuro sigue viviendo en su tierra: doble visión del extranjero, la del país por donde viaja y la del suyo desde ese alejamiento. Olores y sabores de flores y frutas lo transportan. Arrebato errático y eterno retorno al origen.
En esa inminencia del viaje, cuando ya no se está en el lugar que se dejará, pero tampoco se ha llegado al destino del viaje, me encontré, para no decir que me extravié, al mismo tiempo en las ciudades de México y París. No se trata de una fórmula literaria ni imaginativa. Fue algo absolutamente real.
Desde los balcones de las Tullerías, situada en el centro de ese eje que va de la pirámide del Louvre, construida por Pei, al Arco del Triunfo de las victorias napoleónicas, veía la hermosa plaza de la Concorde, su obelisco, su fuente, la avenida de Champs-Elysées. Estaba en París, no cabía duda. Entré al edificio de l’Orangerie, museo célebre porque da albergue a los Nenúfares de Monet. Inamovibles, recuperaron su luz natural, al pasar al primer piso, cuando la restauración de este edificio, convertido en planta baja del museo. Misterios y proezas de la técnica y de la arquitectura.
Bajé, distraída, sintiéndome todavía en París. Distraída como lo estuve cuando, casi 40 años atrás, vi, con los ojos y no con la mente, las obras maestras de Claude Monet. La distracción debe ser la condición incondicional del asombro. El asombro de la primera mirada: la del niño y la del filósofo presocrático cuando descubre que hay ser. Que el ser es.
Distraída, pues, pensándome en París sin pensar, como se emerge de esa seconde vie
que Nerval llama al sueño, bajé al espacio destinado a la exposición temporal. El tiempo y el espacio se me confundieron. Parpadeé tratando de ubicarme. París se desvaneció. Sin haber tomado el avión, sin el largo y agotador viaje, sin aterrizar en mi ciudad, estaba en México. No cabía duda. México se me vino encima, y no sólo a mí. Con todo el inmenso peso del cuerpo y la pintura de Diego Rivera.
No fueron necesarias las banderitas mexicanas que Frida pinta en muchas de sus telas para recordar y acentuar su mexicanidad. Diego es México y es, por ello, universal.
La exposición, que comienza con la obra de Rivera, sorprende, extasía debería decir, a los críticos de arte y periodistas que, privilegiados, tienen la suerte de visitarla antes de la inauguración y la apertura al público. Sin duda, el nombre de Frida los atrajo. No se esperaban lo inesperado: la presencia imponente de Diego.
–Diego Rivera es mal conocido en Francia –me dicen Marie-Paule Vial, directora de l’Orangerie, y Beatrice Avanzi, curadora de Frida Kahlo / Diego Rivera: L’Art en fusión.
Frida es ya célebre en Europa, Diego es conocido sólo de una minoría de especialistas del arte mexicano, de conocedores del muralismo… y de turistas que visitan Palacio Nacional, raras veces el inolvidable Anahuacalli.
La presencia de Diego es aplastante. Su maestría en los movimientos de pintura en París, por ejemplo del cubismo y otras escuelas contemporáneas en su época parisiense (1907-1931) es prueba incontestable de esa impregnación que sólo el genio asimila y hace suya.
Su lugar, preponderante, abre un espacio privilegiado en la historia de la pintura del siglo XX, y ahora no sólo de México.
El montaje logra, a través de las 40 obras de Frida y 31 de Diego expuestas, de y textos, narrar la vida de ambos, su fusión y sus rupturas. La obra de Kahlo, conmovedora y original, tiene ya un lugar mitológico en Europa. Fridamanía, iniciada por Diego a la muerte de su antigua maga
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Al contemplar el óleo de Frida, Unos cuantos piquetitos (1935), donde su cuerpo sangra recostado bajo la mirada de un hombre que parece un frío torturador, vuelvo sobre el óleo Autorretrato con chambergo (1907). Es el mismo Diego reproducido por Frida en su tela. La cabeza cubierta con el sombrero que apenas oculta su mirada gozosa de matador.