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El mundo le falló a Yasuní La diversidad cultural y medioambiental debe preservarse. Las anteriores son aseveraciones políticamente correctas que pocos cuestionarían, pero en el mundo real las decisiones sobre cómo preservar no son tan sencillas. Por ejemplo: sabemos que devastar regiones bioculturales para extraer petróleo es un buen negocio. ¿No extraerlo con el fin de preservar ecosistemas valiosos y poblaciones originarias puede ser también económicamente redituable? ¿Es legítimo demandar una retribución económica por hacer -o dejar de hacer- algo moral y ambientalmente pertinente, y en sí mismo valioso? ¿Qué pasa si el pago reclamado no se consigue? Las respuestas no son simples ni automáticas pues aun quienes rechazamos la dictadura del valor de cambio tenemos que reconocer la omnipresencia del mercado y por tanto la necesidad de hacer económicamente viable lo socio ambientalmente conveniente. La propuesta que en 2007 hizo al mundo el gobierno de Ecuador al demandar que su decisión de no extraer hidrocarburos en el Parque Nacional de Yasuní fuera económicamente compensada con un porcentaje de lo que el país dejaría de ganar debido a tal medida globalizó esa importante discusión. La región amazónica de Yasuní es hervidero de vida y zona de refugio de pueblos autóctonos como como los tagaeri y los taromenane, que han decidido permanecer en aislamiento. En 1998 el Parque Nacional Yasuní fue reconocido por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) como Reserva Mundial de la Biósfera y en 1999 fue declarado Zona Intangible por el gobierno de Ecuador. Desde 2009 estos reconocimientos se ubican en el marco de la nueva Constitución ecuatoriana firmada en Montecristi, una de las más avanzadas en cuestiones ambientales. Dice la Constitución: Art. 71. La naturaleza o Pacha Mama (…) tiene derecho a que se respete íntegramente su existencia y al mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales (…) Art. 407. Se prohíbe la actividad extractiva en las áreas protegidas y en zonas declaradas intangibles (…) Art. 57. Los territorios de los pueblos en aislamiento voluntario son de posesión ancestral irreductible e intangible y en ellos está vedado todo tipo de actividad extractiva (…) En 2007 Ecuador propuso que la decisión de mantener intocado el petróleo que se encuentra bajo Yasuní, que en caso de extraerse le reportaría más de siete mil millones de dólares, sea compensada por el mundo con aportaciones equivalentes al 50 por ciento de lo que se hubiera obtenido aprovechando los hidrocarburos. El Boletín del Ministerio de Energía y Minas del uno de abril de ese año informa que se ha acordado “dejar crudo represado en tierra, a fin de no afectar un área de extraordinaria biodiversidad y no poner en riesgo la existencia de varios pueblos en aislamiento voluntario“. Sin embargo, condiciona la decisión: “Esta medida será considerada siempre y cuando la comunidad internacional entregue al menos la mitad de los recursos que se generarían si se opta por la explotación del petróleo; recursos que requiere la economía ecuatoriana para su desarrollo”. Lo que estaba en juego no era poca cosa pues, de proceder la propuesta, se quedarían en el subsuelo unos 856 millones de barriles, que de extraerse y quemarse emitirían 407 millones de toneladas métricas de dióxido de carbono. En cuanto a los recursos solicitados -del orden de 350 millones de dólares anuales por 13 años-, el gobierno se comprometía a emplearlos en el manejo de 19 áreas protegidas, la reforestación de otras y la transición a una nueva matriz energética, pues hoy casi 50 por ciento de la energía eléctrica ecuatoriana se obtiene quemando combustibles fósiles. Seis años después del promisorio planteo, habían ingresado al Fideicomiso creado ex profeso no dos mil 200 millones de dólares, sino apenas algo más de 13 millones, provenientes no de gobiernos sino sobre todo de agencias de cooperación. Así las cosas, el 15 de agosto de este año el presidente Rafael Correa dio por terminado el compromiso y solicitó a la Asamblea autorización para impulsar la extracción anunciando que “sólo” se afectarían mil hectáreas del Yasuní. “El mundo nos ha fallado”, dijo. Y sí, el mundo falló, pero ahora también el gobierno de ese país está fallando. Porque cuando tienes una Constitución tan ecologista e indianista como la de Ecuador, es inconsecuente condicionar a un pago, una medida de la que depende la preservación del medio ambiente y de los pueblos amazónicos. Sin embargo, el desafío global que significó la propuesta tuvo la virtud de poner sobre la mesa la tensión existente entre el cuidado de la naturaleza y la procuración del bienestar. Y de hacerlo no en abstracto, donde es claro que son dos caras inseparables de una misma moneda, sino en un mundo globalizado y sometido a los mercados; mundo al que paradójicamente remite la metáfora de la moneda. Porque en el orbe metalizado realmente existente, el daño ambiental, el daño social y el remedio a esos daños pasan indefectiblemente por el mercado. No digo que las batallas por la justicia y por la sustentabilidad sean asuntos de mercado o que se libren nada más en el mercado; digo, sí, que los avances y retrocesos que en ellas logremos tienen una expresión insoslayable en el mercado. En los tiempos del código de barras, algo intrínsecamente valioso como preservar la naturaleza tiene un costo económico, y atenuar la pobreza también lo tiene, de modo que alguien deberá pagarlo. Y no porque la naturaleza y las personas sean mercancía, sino precisamente porque no lo son, y porque la única forma de que la responsabilidad por la erosión ambiental y social sea compartida por todos en proporción a nuestra capacidad y nuestra responsabilidad, es reconocerla, medirla, asignarle un precio y definir quién debe desembolsarlo. Es claro que algunos de los que luchan contra el despojo socio ambiental ven mal que se le ponga precio a bienes que defendemos precisamente porque no son mercancía y el sistema los mercantiliza. Entiendo la reticencia, pues al hacerlo corremos el riesgo de caer en su juego. Pero por otra parte es la única forma de librar esa batalla. Y la historia está llena de ejemplos de cómo a veces es necesario ponerle precio a bienes y valores que debieran estar más allá de cualquier cotización. Veamos tres: 1.- Cuando el joven proletariado inglés exigía una jornada de trabajo “sostenible” y un salario remunerador, estaba dando una lucha justa y necesaria. El ponerle medida y precio a lo inconmensurable –su capacidad laboral- no significa que estuviera legitimando la conversión de sus energías y talentos en mercancías. Es verdad que mientras de día los cartistas negociaban la tasa de explotación, de noche los ludditas aporreaban máquinas, pero a la postre se vio que las dos formas de resistir eran pertinentes y necesarias. Sería bueno, entonces, ir entendiendo que el empobrecimiento de las personas y de la naturaleza se combate desde adentro y desde fuera del sistema, y que las dos vertientes son complementarias. 2.- Uno de los saldos de las revoluciones justicieras del siglo pasado fue que los privilegiados del orden social anterior fueron obligados a pagar en alguna medida el costo de la nueva equidad, mediante una abrupta acción redistributiva del patrimonio y el ingreso. Y de la misma manera las reformas revolucionarias del siglo XXI deben obligar a los países, clases y personas privilegiadas a que asuman cada vez más el costo de la nueva justicia social y ambiental. Lo que pasa por la reasignación de la propiedad y de la riqueza, y tiene una expresión en el mercado. La vida y la dignidad no tienen precio; los hospitales y las escuelas, sí. 3.- La conversión al manejo orgánico de cientos de miles de huertas de café de montaña en manos de campesinos fue posible porque esa forma de trabajar tiene virtudes socio ambientales que un pueblo milpero sabe reconocer, pero también porque un amplio sector de consumidores incorporados al comercio justo estuvo dispuesto a compensar al esfuerzo requerido para la conversión con un precio mayor para el café. La decisión del presidente Correa de sacar el petróleo despertó en Ecuador una fuerte oposición. Al cuestionar la medida, Franco Viteri, presidente del Gobierno de las Naciones Originarias de la Amazonía Ecuatoriana, sostuvo que: “hemos estado sentados en un saco de oro durante años y no nos hemos muerto. La verdadera pobreza de la Amazonía empezó hace 40 años con el boom petrolero”.
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