Carta de Oaxaca:
maestros, un sueño indígena
Javier Castellanos Martínez
En Oaxaca, de cualquiera, padre, madre, abuela o abuelo de niños que asisten o han asistido a una escuela pública, después de tantos años de estar conviviendo con los maestros de la sección 22 del SNTE, motor principal de la lucha de la cnte, nuestras reacciones ya son bastante meditadas, cargadas de experiencias: más de 30 años con maestros en la oposición política. Hemos hecho de la suspensión de clases una tradición anual, hemos vivido con ellos una insurrección que logró paralizar y hacer a un lado durante meses al gobierno en turno (2006), casi nos hemos hecho indiferentes a las desapariciones y asesinatos de muchos maestros o sus familiares que tienen que ver con su comportamiento político. Ése es el ambiente escolar educativo en el que vivimos los que aún confiamos en la educación pública o que no tenemos la posibilidad de volvernos clientes de las numerosas escuelas privadas que han surgido en la ciudad de Oaxaca. Esto puede hacer pensar que este gran movimiento se refleja en todo el ámbito educativo; sin embargo esto es muy contradictorio, casi rayando en lo traumático, ya que encontrarse en la comunidad al maestro que vimos en el centro de la ciudad en una huelga de hambre, o al que se alimentaba y dormía en la calle para mantener su plantón, o al que vimos marchar combativamente gritando con convicción sus reclamos, encontrarse con ellos como nuestros maestros, es encontrarse a la esperanza. Creemos que son tan humillados como cualquier indígena. Sus reclamos de libertad, de democracia, de defensa inquebrantable de los derechos, nos ilusionan pensando que podrán entendernos.
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Pero cuando en la cotidianidad escolar nos confrontamos con ellos, en las aulas, porque nos obligan a uniformar a nuestros hijos aduciendo los más absurdos argumentos —los niños se ven más bonitos y nuestra escuela más bonita, ocultan la diferencia entre los que tienen y los que no, son identificables por si se salieran de la escuela, motivan un mejor aprovechamiento—, tal vez lo más certero o la verdadera razón sería mejor: disciplinan (entiéndase amansan) y uniforman al futuro ciudadano. En cuántas escuelas indígenas no se ha discutido con esos maestros sus propuestas de usar traje, corbata y zapatos para los niños que terminan la primaria en la clausura del curso, ellos con argumentos demoledores: “Deben ir aprendiendo cómo se usa lo que les puede hacer falta cuando salgan de su pueblo”. Nos dejan callados, y cuando no se obedece es porque la mayoría de los padres de familia no tienen para comprar esas extrañezas. Cuando los vemos como los más entusiastas promotores de los valores occidentales en pueblos indígenas: el espíritu navideño, la madre de un día (el 10 de mayo), la primavera desde el punto de vista europeo, alejar a los niños de su cotidianidad volviendo sus formas de vida en elementos escenográficos. Cuando no solamente callan sino que impulsan las cooperaciones económicas de los padres de familia para mantener personal, mobiliario, útiles escolares, en lugar de enseñar y acompañar a luchar porque el gobierno cumpla con sus deberes constitucionales. Cuando su falta de interés ha propiciado el continuo desplazamiento de las lenguas maternas de los pueblos indígenas.
Cuando sucede todo esto se llega a una gran neurosis colectiva, que se pregunta uno: si en éstos no puedo confiar para la resolución de mis problemas, qué hacer. Es cuando la mayoría de los padres de familia pierden toda iniciativa y ya sólo obedecen lo que el maestro dice, que para entonces ya puede darse el lujo de sólo sugerir.
Todo esto es lo que sucede en una región indígena, que es donde yo me muevo. Los maestros y maestras de mi región son mis amigos, parientes, compañeros de alegrías y fiestas, con algunos hemos trabajado juntos, la mayoría de ellos bien intencionados, nobles y trabajadores (hay excepciones). Entonces ¿qué pasa? Esto se puede entender si vemos el origen de los maestros para los pueblos indígenas: fueron jóvenes improvisados, con que tuvieran estudios de secundaria o algo de bachillerato bastaba, poco a poco aprovechando los días destinados al descanso empezaron a asistir a la ciudad de Oaxaca a centros pomposamente llamados de perfeccionamiento pedagógico, y muchos lograron títulos de licenciados o maestrías. Obviamente, lo que han reproducido en la comunidad a través de las aulas es lo que en esos centros se les ha inculcado. Ahora ¿quiénes son los que enseñan en esos centros? No son profesionales de la educación, la mayoría son profesionistas que trabajan durante la semana en instituciones que poco tienen que ver con la educación, y que los fines de semana para completar sus ingresos hacen la labor de pedagogos. Así es como funciona la formación del maestro de pueblos indígenas.
Fotos: Thomas McGovern |
Hoy que se está discutiendo la educación (aunque el gobierno no quiera) sería bueno generar formas que hagan que la educación colectiva y pública sea provechosa, que nos haga avanzar y nos saque del marasmo en que nos encontramos. Es necesario hacerlo por sectores; la educación para los indígenas del país no debe ser igual que la de los que no lo son. En primer lugar, incluso por cuestiones didácticas, es necesario atender el uso de la lengua propia para empezar a aprender. Hay que asomarse a la experiencia educativa de los pueblos zapatistas, a la mejor de allí puede venir la inspiración, para volver la educación algo útil para la solución de los problemas colectivos.
Para terminar quiero agradecer a los maestros que están luchando por sus derechos, porque han hecho que este asunto de la educación esté en las tiendas, en las cantinas, en los centros de trabajos, en el facebook. Tanto, que me provocó un sueño: soñé que el gobierno decretaba suspensión de clases durante todo el año escolar en curso y en todas las escuelas del país, para que maestros, pedagogos, padres de familia, estudiantes, gobierno y ciudadanos en general empezaran a plantearse no una reforma educativa, sino una revolución educativa. Por eso cuando desperté, se me ocurrió escribir esto. Adelante maestros