o más frecuente, en estos tiempos, es atribuir a los sindicatos una condición corrupta. Es cierta, en algunos casos, pero sobre el particular habría que decir algunas cosas.
En primer lugar, el alcance de la imputación. Porque de manera genérica se atribuye a los sindicatos, olvidando que éstos se forman, particularmente, por la asamblea de sus miembros y la mesa directiva supuestamente elegida en una asamblea en forma democrática y reconocida por las autoridades registradoras, encargadas de otorgar la toma de nota a los dirigentes, además de admitir que el sindicato se formó debidamente, de acuerdo con las exigencias de la ley.
No es posible atribuir a una asamblea los actos de corrupción. Evidentemente que en todo caso corresponderán a sus dirigentes, por ejemplo, cuando firman un contrato colectivo de trabajo a espaldas de los trabajadores, lo depositan en la Junta de Conciliación y Arbitraje y con ello ayudan al empresario a sustraerse de los reclamos legítimos de un sindicato democrático formado por los trabajadores de la empresa o al que los trabajadores se han adherido convencidos de que serán debidamente representados.
Por otra parte, la legitimidad del sindicato deriva de su registro ante la autoridad competente y ese registro y la toma de nota de su mesa directiva tienen que hacerse ante un organismo público, el cual no debe intervenir porque lo prohíbe expresamente el segundo párrafo del artículo 3 del Convenio 87 de la OIT, que México ratificó el primero de abril de 1950 y se publicó en el Diario Oficial de la Federación el 16 de octubre del mismo año, y que, por lo tanto, es obligatorio entre nosotros.
Es sobradamente conocido que las autoridades registrales son sensibles a las consecuencias de los registros y a las pretensiones empresariales de que no se otorguen, lo que coloca a la corrupción en otra hipótesis, en la que participan dos personajes adicionales: la empresa o empresas interesadas y la Junta de Conciliación y Arbitraje, si es de registro local, o la Secretaría del Trabajo y Previsión Social, por conducto del Registro de Asociaciones, si es federal.
Obviamente cabe el ejercicio del derecho de amparo, naturalmente tardado, y a veces también sospechosa la autoridad que debe concederlo o resolver, en su caso, el recurso de revisión.
Por otra parte la corrupción, como el matrimonio, exige la participación de, por lo menos, dos personas, de tal manera que ambas son corruptas si hacen las cosas en forma subterránea, como ocurre todos los días con el depósito de los contratos de protección, que no requiere acreditar la voluntad de los trabajadores sino sólo del empresario y del representante sindical.
Tenemos, pues, dos personajes corruptos: el representante de un patrón y el del sindicato, y otro más que ejerce una corrupción tácita, provocada por la ley, que es la autoridad depositaria, que evidentemente tiene clara conciencia de que en esa diligencia de depósito no intervienen los trabajadores.
Hay, por supuesto, otras formas de corrupción sindical que derivan de la falta de información sobre el manejo de los recursos del sindicato, que sólo pueden tener su origen en la contribución económica de los socios por la vía de las cuotas que el patrón retiene de los salarios y entrega al tesorero del sindicato de acuerdo con lo establecido en el contrato colectivo de trabajo. Ciertamente la Ley Federal del Trabajo anterior obligaba a la directiva sindical a rendir a la asamblea cada seis meses, por lo menos, cuenta completa y detallada de la administración del patrimonio sindical (artículo 373), obligación que reitera el artículo 373 de la nueva ley. El problema es que esa obligación no se cumple, y difícilmente los miembros de los sindicatos exigen su cumplimiento.
Allí la corrupción se manifiesta de otra manera, esto es, mediante el manejo indebido de los recursos oficiales (cuotas) o mediante la percepción subterránea de donaciones empresariales a cambio de los servicios prestados por el sindicato a través de sus directivos.
Es claro que se podría establecer que las autoridades fiscales ejercieran una fiscalización de esos recursos, pero ni la ley lo autoriza, ni cabe pensar que algún día lo haga.
La conclusión, dramática, es que la corrupción en el mundo de las relaciones de trabajo se produce en múltiples alternativas, administrativas, jurisdiccionales, eventualmente en la justicia federal por razones políticas, y en todo caso, en perjuicio de los trabajadores.
Ciertamente habrá que buscarle remedio, en principio cumpliendo en sus términos el Convenio 87 de la OIT. Pero habría que agregar la responsabilidad de las autoridades fiscales para vigilar el destino de los recursos y, por supuesto, darle a sus informes la publicidad indispensable.