l régimen petrolero mexicano –legislación, regulación, reglas explícitas e implícitas del juego, instituciones– se agotó. Desde hace tiempo su desempeño ha sido pobre y ha logrado sobrevivir, con cierta dificultad, gracias a la generosidad de la naturaleza. Ahora, un cambio fundamental del régimen es imperativo. No es suficiente ajustarlo o, en cierto sentido, restaurarlo. Pero un cambio de régimen es un proceso que tarda, quizás unos 10 años. Por esa razón es necesario iniciarlo ya. Pasar de un régimen de monopolio estatal a uno de competencia y participación privada va mucho más allá de un cambio legislativo. Es necesario modernizar y fortalecer a un Pemex capaz de competir, crear nuevas instituciones y hacerlas operar, refundar otras más y garantizar su credibilidad, para que puedan hacer cumplir las nuevas reglas del juego. Lograrlo requiere recursos humanos calificados, recursos financieros sustanciales y, sobre todo, tiempo. Va a ser necesario diseñar e instrumentar nuevas políticas y estrategias públicas, así como nuevos marcos regulatorios. Deberá también construirse un nuevo consenso respecto al papel que jugará cada uno de los agentes económicos que participan en esta industria y definir con precisión los límites de su campo de acción. Se trata de establecer nuevas formas de intervención estatal, así como desarrollar mercados competitivos de productos.
La opinión pública merece más información sobre la propuesta del gobierno respecto a la reforma petrolera. Por ahora sólo se han anunciado la eliminación de restricciones constitucionales a la participación privada en esta industria, la intención de suscribir contratos de utilidad compartida con Pemex y con particulares, así como un nuevo régimen fiscal para Pemex. Pueden inferirse algunas características de los contratos que se buscará suscribir con empresas petroleras privadas. Todo esto es, sin lugar a dudas, fundamental. Sin embargo, el gobierno está obligado a dar una explicación precisa sobre las razones que lo llevaron a proponer los llamados contratos de utilidad compartida. Se necesita conocer la lógica que subyace a su preferencia por esta forma contractual, frente a los contratos de producción compartida o a un régimen de licencias. No basta con simplemente atribuirles un supuesto origen cardenista.
Los contratos de utilidad compartida son una variante de la familia de los contratos de producción compartida. Lo que los diferencia es el momento en el que el título de propiedad sobre los hidrocarburos pasa a manos privadas. En el caso de los de producción compartida el título de propiedad se transfiere una vez extraídos, jamás en el subsuelo. En cambio, la propuesta gubernamental establece una empresa comercializadora estatal, que no sea propiedad de Pemex, que vendería los hidrocarburos. El producto de la venta sería entregado a un fideicomiso público que garantizaría y liquidaría en efectivo los costos y las utilidades de la exploración, desarrollo y producción al contratista. Estos pasos intermedios agregan complejidad a la estructura contractual. Es posible que la preferencia original del gobierno haya sido por contratos de producción compartida, pero en su negociación con el PRD acordó, en el contexto del Pacto, la variante de utilidad compartida. Si éste fuera el caso, el PRD también deberá explicar y justificar su preferencia. Su preocupación por el momento en el que se transfiere el título de propiedad de los hidrocarburos lo llevó a conceder cuestiones de mucha mayor importancia.
Sorprende la elección de este tipo de contratos, muy en boga en los países subdesarrollados. La experiencia histórica con estas estructuras contractuales es una de conflicto, juicios multimillonarios de arbitraje internacional, renegociaciones y restructuraciones, rezagos significativos de ejecución y sobrecostos sustanciales. Los casos paradigmáticos se dieron en Kazakstán, en Venezuela durante la fallida apertura y en Sajalín. Es probable que eventualmente se enfrenten problemas similares en países como Uganda, Mozambique, Guinea Ecuatorial, entre otros.
Sobresale el caso del proyecto Kashagán, en Kazakstán, uno de los descubrimientos más importantes de los últimos 40 años. Este campo se descubrió en el año 2000. Debió iniciar producción en 2005. No fue sino hasta hace unos días que se obtuvo su primera producción, un rezago de ocho años. El costo de inversión hasta ahora es cuando menos cuatro veces mayor al originalmente estimado. Las empresas involucradas en este proyecto fueron ENI, Exxon, Shell, Total y Conoco Phillips, entre otros. El proyecto Sajalín II es también paradigmático. Fue el primer contrato de producción compartida en Rusia. Su costo se estimó entre 9 y 11 mil millones de dólares. Al reestructurarse el proyecto en 2005, la estimación ascendió a 20 mil millones y aún está por determinarse el costo final.
En los contratos de producción y de utilidad compartida, el principal problema estructural que enfrenta la parte estatal es la determinación del costo de producción y operación. La asimetría de información entre el Estado y su empresa petrolera, y las empresas contratistas internacionales es enorme. La capacidad del Estado para auditar costos es limitada, así como su margen de acción respecto a este tema, en el marco de estos contratos. Un caso particularmente perverso es aquel en el que Pemex y el contratista se asocian y conjuntamente negocian con el Estado. La debilidad del gobierno será entonces aún más palpable. En la medida en que los costos aumentan, la utilidad a compartir disminuye y, por lo tanto, también los ingresos del Estado. Dada la precedencia de cubrir los costos, las utilidades y su distribución se posponen. El único ingreso cierto son las regalías que se cobran sobre el ingreso bruto, no sobre la utilidad. En la propuesta gubernamental las regalías sobre el crudo son entre 5 y 10 por ciento del ingreso. En el caso del gas no-asociado serían de uno por ciento. Estos niveles son particularmente bajos a nivel internacional. A partir del inicio de la producción y durante algunos años lo único que el Estado recibirá serán precisamente las regalías.
El régimen fiscal que puede inferirse es poco robusto ante diversos futuros, todos ellos inciertos. No es posible prever con precisión los precios de los hidrocarburos, el volumen y el perfil de producción de un proyecto determinado, así como sus costos de inversión y operación. En estas circunstancias se vuelve indispensable utilizar diversos instrumentos fiscales y contractuales para determinar los ingresos que el Estado derivará de la extracción de hidrocarburos, diversificando de esta manera los riesgos. En última instancia, la carga fiscal de los contratos de utilidad compartida depende del control de los costos del proyecto en cuestión. Conviene además preguntarse quién efectivamente auditará los costos. ¿Un fideicomiso en un banco de desarrollo, la Secretaría de Energía, el propio Pemex? ¿Cuentan con los recursos y la infraestructura para hacerlo? En estos contratos los costos tienden a dispararse por diversas razones: mala administración, gastos recuperables excesivos y difíciles de justificar, errores técnicos, sesgos a subestimar la complejidad del proyecto, simple manipulación. El Estado debería protegerse estructuralmente de mejor manera que la que brinda la forma contractual propuesta.
A primera vista, el contrato de utilidad compartida que puede inferirse de la iniciativa de Ley de Ingresos sobre Hidrocarburos, y de la práctica internacional en materia de contratos de producción y de utilidad compartidas, resulta particularmente liberal y generoso para el contratista. Sin embargo, un juicio definitivo sería imprudente en estos momentos, dado que no se conoce en su integridad. La forma planteada hasta ahora podría ser riesgosa en términos de conflictos potenciales entre las partes, pues los recursos en disputa tenderían a ser cuantiosos. Falta también saber si el Estado mexicano estará dispuesto a conceder la estabilidad fiscal y los mecanismos de arbitraje que los contratistas probablemente exijan. Ya se hizo en el caso de algunos de los contratos de servicios incentivados suscritos por Pemex. Las consecuencias de otorgar este tipo de garantías a contratos multimillonarios constituirían un grave precedente que afectaría la soberanía fiscal del país.
El registro de las reservas de hidrocarburos en la contabilidad de las empresas contratistas se hace en una cuenta de orden que refleja el equivalente volumétrico de los derechos de la producción que le corresponden contractualmente. No aparecen en los activos de las empresas. La Securities and Exchange Commission (SEC) de Estados Unidos establece los criterios que las empresas petroleras que cotizan en bolsa deben cumplir para lograr dicho registro. Mediante un diseño contractual apropiado no deberán plantearse problemas particulares a la propuesta gubernamental. Esto es importante pues los flujos de inversión privada a la industria petrolera mexicana difícilmente se darían sin dicho registro.
Algunos de los principales criterios para evaluar la selección del régimen petrolero deberían ser:
Sencillez estructural y facilidad de negociación.
Transparencia de relaciones y contratos entre las partes.
Posibilidad efectiva de auditar costos.
Patrones de licitación pública y administración contractual que minimicen la discrecionalidad de los funcionarios estatales involucrados.
Protección frente a posibles diputas y arbitrajes internacionales.
Los niveles de costo, riesgo y producción anticipados.
Perfil y certidumbre de los ingresos estatales, así como robustez del régimen fiscal.
La maximización sostenida de la renta económica del petróleo capturada por el Estado y de la recuperación final de hidrocarburos.
Con base en estos criterios, regímenes de licencias como los de Noruega, Gran Bretaña, Dinamarca, Holanda, Australia, Canadá y Brasil, entre otros, serían una mejor solución. Resulta importante saber por qué no se consideraron. Creo que sería más adecuado un régimen de licencias sencillo, con mecanismos también sencillos, pero que permita al Estado cobrar con mayor certeza desde el inicio de la producción. Para ello tendría que establecerse una regalía progresiva a partir de un mínimo de 20 a 30 por ciento del valor de la producción.