l desastre provocado por la naturaleza no es natural. Es, hay que repetirlo hasta la saciedad, producto de los hombres y sus instituciones, y sus impactos y costos caen sobre los más pobres y vulnerables, una y otra y otra vez.
Así ha ocurrido y así ocurrió de nuevo en Acapulco, Atoyac o La Pintada, nombres emblemáticos del desastre de los hombres y entre los hombres. Desastre nacional por si hubiera falta. La solidaridad se pone a prueba de nuevo, pero el examen no lo pasamos con las colectas porque estábamos reprobados de antemano al permitir, como si así fueran las cosas, como si fueran naturales, el abuso y la incuria de camadas enteras de gobernantes que nomás miran, se aconsejan y se van, como en la canción. Pero no sin enriquecerse y enriquecer al fiel servidor que facilita el negocio.
No se puede decir que esta vez será distinto. Qué bueno que el Presidente se mueva y mueva a su gobierno, pero eso no es suficiente ni será redituable ante los ojos y los sentimientos de una población que se vive y se siente agraviada, reclama ayuda y apoyo pero no se contenta con el mimo, porque sabe o presiente que abajo, en el fondo, viven y se reproducen los motivos de su dolencia inmediata, enraizados en una forma de vivir que no admite regodeos ni da consuelo que dure. Es para siempre y como tragedia una y otra vez bien anunciada. Como si se tratara de darle eternidad al quejido extraordinario que nos legara Juan Rulfo.
Las fuerzas de la naturaleza se potencian y rebelan tras más de un siglo de ataque humano a sus resortes y estructuras fundamentales. Es la ley de la historia capitalista, que ahora se prueba con crudeza como ley de la selva y quiere verse como fruto de la naturaleza misma, cuando no es sino el resultado de décadas de abuso de los equilibrios primarios perpetrado por una sociedad económica insaciable y empeñada en repetir el mito primordial de Prometeo. Como si lo que estuviera en juego fuera ver quién muere primero.
Duele volver sobre lo vivido y contado, en un cansino recuento de los recuerdos del porvenir. Pero hay que hacerlo y volverlo a hacer, porque en la debacle de nuestras estructuras de vida puede estar el secreto de un cambio que por una vez sea, o pueda ser, portador de buenas nuevas.
Hay años de olvido e irresponsable juego con las reglas de la propiedad y su uso. La construcción dejó de ser acto creativo para volverse negocio ruin y, cuando no, proeza de supervivencia de los expulsados de su hábitat originario que se mudaron, no para mejorar como decía el clásico, sino para sobrevivir apenas. Para ejercer un ilusorio derecho a la ciudad que se vuelve tormento inclemente con la injusticia económica y el abuso social que nos definen.
Los testimonios y los testigos deberían bastar para lanzar una proclama contra la desigualdad que nos volviera modernos, vecinos del resto de los hombres como quería el poeta, pero no ocurre así. Empecinados en el negocio pronto, los que mandan o sueñan con hacerlo ponen una y otra vez, en un tiovivo siniestro, el lucro por delante del bienestar y distorsionan reglas de vida y semántica para el entendimiento, apostando sin descanso a que así son y serán las cosas hasta el fin de los siglos.
Se trata de una opción diabólica que bajo nuestros criterios actuales no asusta a nadie. Así son las cosas de la vida, se repite hasta el cansancio, sin caer en cuenta que la cuenta ha empezado su rutina regresiva.
Volvamos al aquí y el ahora. El presidente Peña Nieto y una curiosa y peligrosa coalición de negociantes quieren que aceptemos mudanzas fundamentales en nuestra Constitución Política para propiciar una intensa y extensa remoción del subsuelo y así mover a México
. Así dice sin pausa el espot absurdo que nos aturde y ensordece a sus propios emisores.
Otros, creo que todavía los más, preferimos explorar las capacidades y potencialidades instaladas y, en todo caso, una vez hecha la deliberación indispensable sobre los usos y abusos de la riqueza que nos escrituró el diablo, convertir a Pemex (y la CFE) en una auténtica empresa nacional dirigida por el Estado y en condiciones de negociar con quien se deje para darle valor y sembrar para el futuro dicha riqueza. Así de simple es el desiderátum. Así deberíamos armar nuestro debate, que tiene que ser popular y nacional, sin menoscabo de la opinión ilustrada.
No se puede sino celebrar la convocatoria a la unidad para defender el petróleo y refrendar el legado revolucionario de Lázaro Cárdenas. Desde el panorama desolador de los vulnerables y pobres de la Tierra que ha vuelto a sacar del otro subsuelo la tormenta perfecta de septiembre, hay que decir, y no dejar de hacerlo, que ese y otros dones tienen que reproducirse y volverse no sólo activos mensurables sino flujos decisivos para un crecimiento económico cuya composición debe contener, desde el principio, mecanismos e instituciones explícitamente dirigidos a dejar atrás esa desolación primaria y fomentar, por la vía de la redistribución de ingresos y riqueza, una nueva y duradera cultura de la solidaridad y el respeto al medio ambiente.
Entonces sí, en realidad sólo así, el Presidente y su gobierno podrán presentarse y sentirse representantes de un pueblo entero. No antes, ni a partir de esa compañía bochornosa que aunque se vista de seda no deja de ser lastimosa corte de los milagros.