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Palabra colonial, José Ignacio López Vigil Radialistas Apasionadas y Apasionados
A Túpac Amaru lo descuartizaron entre cuatro caballos en plaza cusqueña de Wacaypata. Antes de la ejecución, el visitador español José de Areche mandó que le cortaran la lengua. No quería que nadie escuchara su último grito de rebeldía. Esto ocurrió en 1781. Y ocurre siempre que el pueblo oprimido levanta su voz de protesta. Así se comportan todos los dictadores, ordenando silencio. Dictadura significa eso, “palabra dura”. Hablo yo y los demás se callan. A nosotros no nos cortaron la lengua. Pero tal vez nos ocurrió algo peor. Nos colonizaron la palabra. Colonizar significa invadir, apropiarse de un territorio. En este caso, fue el espacio de nuestra cultura, nuestra forma de comunicarnos, la que quedó afectada por el comportamiento del opresor. Con frecuencia, nuestras palabras y expresiones son coloniales. Y hay que descolonizarlas. 1) La palabra única. En nuestros países, los indígenas no podían levantar la voz, ni siquiera los ojos. El indio “igualado” era sometido a castigo. La única palabra la tenía el patrón, el hacendado. Esta fue la primera “colonización”, hacernos creer que quien tiene la autoridad tiene la razón. Crecimos en ese clima de autoritarismo y nos contagiamos. Olvidando que nadie sabe todo y nadie ignora todo, descuidamos la cultura del diálogo, la palabra compartida. ¿En qué se refleja esto? En los discursos donde no se toleran preguntas ni mucho menos opiniones discrepantes. En los programas de radio donde no nos atrevemos a debatir con quienes piensan distinto a nosotros. Sólo abrimos los micrófonos a los del mismo color político o ideológico. Descolonizar la palabra significa superar los sectarismos y las arrogancias. Transitar de la cultura del insulto al intercambio respetuoso. Porque en asuntos de comunicación, no se trata de vencer sino de convencer.
2) La palabra dominante. Escucha los discursos de los políticos. Emplean palabras raras, sin color ni sabor ni olor ni peso ni medida. Palabras inmateriales, grandilocuentes y abstractas. No hablan para hacerse entender, sino para demostrar que saben mucho. También los invasores hablaban así, con palabras incomprensibles para deslumbrarnos. ¿Y nuestros dirigentes? ¿Y nosotros, cuando nos invitan a dar una charla? Nos ponemos a imitar ese lenguaje dominante. Repetimos con la gente de a pie la misma pedantería que escuchamos a quienes se sienten superiores por tener un título, aunque éste sea comprado. Desconolizar la palabra es hablar sencillo. Escribir sencillo. Rescatar la frescura del lenguaje oral de nuestros abuelos y abuelas. Rescatar la sabiduría popular que se expresa en refranes, comparaciones, picardías. ¿Saben qué significa la palabra “hablar”? Viene del latín fabulari y significa contar fábulas, historias, cuentos. Descolonizar la palabra es recuperar la narrativa como memoria histórica y como estrategia de comunicación. 3) La palabra severa. Entre todas las emociones, la más reprimida por los colonizadores fue la alegría. Nos prohibieron la risa. Ellos tampoco reían ante nosotros porque “perdían autoridad”. Pero la risa fue siempre nuestra mejor arma de resistencia. Los chorotegas de Nicaragua bailaron el Güegüense para hacer burla de los españoles. Y con máscaras de carnaval lo mismo hicieron quechuas y aymaras en el altiplano de Perú y Bolivia. El gobernador de Tlaxclala, el duque de San Román, tuvo que emitir un decreto prohibiendo a los danzantes que aprovecharan las fiestas para burlarse de ellos, gachupines y demás autoridades locales. Descolonizar la palabra es superar el sexismo de los idiomas que nos impusieron los invasores. Y nos referirnos a chachas y warmis, si somos aymaras. Y a toolos y jierüs si somos wayúus. Y saludar a los xiib y a las ch'up, si venimos de la cultura maya. Y a los kuimba'e y a las cuñas si hablamos guaraní. ¿Cómo se dice varón y mujer en mixteco, en zapoteco, en las 15 lenguas que se hablan en esta valiente tierra de Oaxaca? 4) La palabra masculina. A Túpac Amaru le cortaron la lengua en la plaza de Wacaypata. Pero antes de él, Micaela Bastidas, su indómita compañera, sufrió la misma crueldad. A Micaela la recordamos menos. Y sin embargo, si Túpac le hubiera hecho caso, si los rebeldes hubieran avanzado sobre el Cusco, otra sería la historia americana. Hay que despatriarcalizar la cultura y también la palabra. ¿Que cuando digo “hombre” ya incluyo a las mujeres? ¿Y por qué no al revés, que cuando diga “mujer” incluya a los varones? Ellas son el 52 por ciento de la población. Y la mayoría gana.
Descolonizar la palabra es superar el sexismo de los idiomas que nos impusieron los invasores. Y nos referirnos a chachas y warmis, si somos aymaras. Y a toolos y jierüs si somos wayúus. Y saludar a los xiib y a las ch’up, si venimos de la cultura maya. Y a los kuimba’e y a las cuñas si hablamos guaraní. ¿Cómo se dice varón y mujer en mixteco, en zapoteco, en las 15 lenguas que se hablan en esta valiente tierra de Oaxaca? Liberar el lenguaje, asumir una forma de hablar inclusiva, es apenas el primer paso. El camino a seguir es la equidad entre mujeres y hombres en todos los terrenos, en el ámbito doméstico y en el laboral. En el sexual y también en el político. 5) La palabra religiosa. Al principio, las divinidades eran femeninas y fecundas. Son las mujeres las que guardan el cofre de la vida, así que era natural imaginar una gran diosa, útero universal del que todo todo nacía y a donde todo regresaba. Luego aparecieron las parejas de dioses. Corazón del Cielo, Corazón de la Tierra. Luna y Sol, Mama Kuilla y Taita Inti. Pero con las guerras, hijas de la testosterona, los varones necesitaron dioses a su imagen y semejanza. Dioses violentos, coléricos, muchas veces genocidas. Esa fue nuestra desgracia. Que los invasores llegaron con espadas en una mano y cruces en la otra. Nos predicaron un dios racista que justificaba la esclavitud de indios y negros. Un dios ladrón que bendecía el robo de todo un continente. Un dios que autorizaba las peores torturas, las peores matanzas. “La voluntad de dios es que haya ricos y pobres”, nos dijeron. No nos hablaron de Jesús, el profeta revolucionario de Nazaret, indígena de Palestina, que echó a los mercaderes del templo a latigazos y proclamó un Reino de justicia donde a nadie le sobre para que a nadie le falte. Descolonizar la palabra es también rechazar cualquier prédica religiosa que llame a la resignación, que hable de pecados y de infiernos. No necesitamos sacerdotes ni pastores, no necesitamos cruces ni teologías sangrientas, porque el verdadero Dios habita en nuestros corazones y es un Dios de vida y fertilidad. Una Diosa. * * * * * Soñamos con palabras diversas que reflejen la pluralidad de nuestras comunidades. Palabras sencillas que narren y recuperen la historia de nuestros pueblos. Palabras risueñas. Palabras de mujeres y varones, siempre inclusivas. Palabras liberadoras, que motiven a la lucha. Es decir, palabras descolonizadas. Los pueblos indígenas y las tecnologías
José Manuel Ramos Rodríguez De manera similar a lo ocurrido décadas atrás con la televisión o el video, el surgimiento de las Tecnologías de Información y Comunicación (TIC) durante los últimos años del siglo pasado se vio acompañado por el entusiasmo de quienes encontraban en ellas un gran potencial para extender los beneficios de la educación e impulsar el desarrollo local. Esta emoción se amplificó con las posibilidades de interconectividad que brindaba el internet y la entrada a la nueva “sociedad de la información”, caracterizada, entre otras cosas, por la posibilidad de almacenar, procesar, desplegar e intercambiar información en volúmenes y tiempos nunca antes imaginables. Por lo que respecta a los pueblos indígenas, se vio en las TIC un aliado clave para fortalecer las lenguas y culturas en un mundo cada vez más globalizado. En la Cumbre Mundial de la Sociedad de la Información (CMSI) en sus dos fases (Ginebra, 2003 y Túnez, 2005), los gobiernos reconocieron que “la sociedad de la información debe fundarse en el reconocimiento y respeto de la identidad cultural, la diversidad cultural y lingüística, las tradiciones y las religiones, además de promover un diálogo entre las culturas y las civilizaciones”. Con base en estos principios, muchos países formularon políticas y programas de gobierno para ampliar el acceso a las TIC por parte de las poblaciones indígenas. México no fue la excepción y desde el sexenio de Vicente Fox se crearon programas de “inclusión digital” como parte del megaproyecto e-México. Impregnado por un optimismo exagerado que veía en las tecnologías propiedades intrínsecas que “por sí mismas” habrían de traer los beneficios esperados, e-México se dio a la tarea de instalar telecentros por todo el país en una diversidad de modalidades, cuyo supuesto en común era que el proceso de “apropiación” de las tecnologías tendría lugar de manera automática. Uno de estos programas –por cierto el de mayor presencia en regiones indígenas–, todavía en funcionamiento, es el constituido por los Centros Comunitarios de Aprendizaje (CCA). Instalados con recursos públicos por la Secretaría de Desarrollo Social (Sedeso) en municipios de alta marginación y operados por el Tecnológico de Monterrey, estos centros muestran que el discurso del gobierno mexicano en torno a la multiculturalidad y su deber de protección de las culturas indígenas está muy lejos de ser una realidad. Una investigación conducida por el autor de estas líneas en 2010 mostró que en la práctica estos centros y su forma de operación se habían constituido en nuevos mecanismos de asimilación. En ellos –con muy contadas excepciones–, los niños y jóvenes indígenas deben renunciar a su lengua materna y asimilar los principios individualistas propios del neoliberalismo. Sin embargo, por fortuna son cada vez más las organizaciones de base con presencia indígena que están incorporando por cuenta propia el uso de las TIC con propósitos diversos, desde la promoción de empresas comunitarias hasta la comunicación con la población migrante. El reciente anuncio por parte de una organización zapoteca de la Sierra Juárez en Oaxaca, relativo a la instalación y operación de una red independiente de telefonía celular de uso comunitario, señala los rumbos que podría tomar el empleo de las TIC por parte de los pueblos indígenas. No se trata de las potencialidades inmanentes de las tecnologías, sino de su uso al servicio de los ideales de autonomía y autodeterminación de los pueblos.
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