oronto, 14 de septiembre. Aunque el TIFF se especializa en programar convencionales historias de amor y ampulosas películas de época, sobre todo en su sección de Gala, también encuentra lugar para lo escabroso. Un ejemplo de ello es Child of God, segundo largometraje del polifacético y, por lo visto, infatigable actor James Franco.
Basada en una novela de Cormac McCarthy, la película se centra en un personaje llamado Lester Ballard (Scott Haze), un malviviente semitarado, semisalvaje, que deambula por los bosques sureños, impulsado por instintos muy primarios. Siempre babeante y de andar simiesco, Lester rompe el último de los tabúes al encontrar a una pareja que ha muerto accidentalmente en un auto; el hombre procede a fornicar con el cadáver de la mujer e incluso la carga a su cabaña para seguirla usando como pareja
. De ahí en adelante, inicia una carrera de asesino en serie para procurarse más víctimas de su necrofilia.
Franco filma con algunos recursos de moda –la continua disolvencia a negros, la cámara que se menea aún en los planos fijos– y divide su relato en capítulos. Sin embargo, el novel realizador tendría que desarrollar un talento como el de Werner Herzog para convertir a ese freak en un verdadero hijo de Dios. Así como lo muestra es un simple hijo de la chingada, un personaje del todo repugnante.
Mucho más mesurada es Caníbal, del español Manuel Martín Cuenca. La película se sitúa en Granada, donde un sastre llamado Carlos (un sobrio Antonio de la Torre) lleva una vida solitaria de asceta, con nulo acercamiento a otras personas. El único problema es que Carlos se alimenta de las mujeres que asesina en parajes solitarios de la carretera. Esa paz será irrumpida por Alexandra (Olimpia Melinte), una inmigrante rumana que insiste en buscarlo. Tras la desaparición sospechosa de la mujer, el sastre es interrogado por Nina, la hermana gemela de aquella. Esta vez su mundo controlado será puesto a prueba.
Más que una película de género, Caníbal es un pausado estudio de personaje. Cuenca describe con equivalente parquedad la vida patológica de su misógino personaje, pero en ningún momento cae en el elemento violento que uno asocia con el canibalismo en el cine. Carlos no es ningún Leatherface. Ciertamente la estrategia estética de Cuenca es mucho más sugerente que la obviedad morbosa empleada por Franco.
Pero en eso del morbo, nadie le gana al sudcoreano Kim Ki-duk, quien ofrece en Moebius un verdadero round robin de perversidades. En su primera película no parlante –los personajes se comunican sólo con gritos y pujidos–, Kim describe a la más disfuncional de las familias: en un arranque de celos, una mujer le amputa el pene a su hijo adolescente (y se lo mete a la boca). Desde entonces, el padre se obsesiona para compensar a su hijo por su pérdida y descubre, por Internet, que uno puede sentir placer orgásmico si se raspa alguna parte del cuerpo con una piedra hasta sacarse sangre. Eso es apenas el inicio del delirio. Pronto la película deriva en otras prácticas masoquistas más extremas y hasta en el incesto. Moebius sólo puede aceptarse como una comedia negra (quizás involuntaria), pues el público del festival reaccionó a carcajadas o, de plano, saliéndose de la sala. Lo que no cabe duda es que Kim Ki-duk es un provocador de muy baja categoría.
Twitter: @walyder