as iniciativas de Estados Unidos y la comunidad internacional suelen convertirse en lecciones redondas y perfectas de hasta qué punto la torpeza se mezcla con la soberbia y la prepotencia. Es como si, escudados en la certidumbre de una superioridad imperial, los sucesivos gobiernos se crean con el derecho de despreciar a todo y a todos, aliados y adversarios, amigos y enemigos.
Ahora mismo, Brasil se ve como blanco de una de esas demostraciones. La razón: el amplio esquema de espionaje desenfrenado de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA, por sus siglas en inglés), revelado por Edward Snowden, el técnico informático de alta especialización que decidió contar al mundo lo que antes sólo decía a sus jefes.
Se trata del más amplio y sofisticado esquema de invasión de privacidad pública, personal y empresarial de la historia, y se realiza desde hace por lo menos siete años mediante redes sociales, teléfonos (fijos y celulares) e Internet.
Dilma Rousseff fue uno de los blancos de la NSA. Se sabe, con seguridad, que se espía el correo electrónico privado de la presidenta, al igual que los teléfonos de su despacho, de la residencia oficial, y los celulares, tanto los institucionales (dos números decodificados por los expertos estadunidenses) como los de uso personal.
El sistema altamente sofisticado también controla empresas, con énfasis en la petrolera estatal Petrobras. En su caso, se trata de un trabajo a la altura de su importancia: cada 72 horas, el gobierno de Barack Obama recibe un informe detallado y actualizado sobre lo que fue filtrado del sistema interno de Petrobras.
Conviene recordar que en 2006 Brasil descubrió gigantescos yacimientos de petróleo en aguas marítimas profundas. Así que no convence a nadie que el esquema de espionaje se dedica exclusivamente a cuestiones de seguridad: trata también de negocios, de datos estratégicos del Estado brasileño.
Lo de Petrobras causó profunda irritación en Dilma Rousseff. Durante el encuentro que tuvo con Obama en la cumbre del G-20 realizada en San Petesburgo el viernes 6 de septiembre, fue bastante clara: con determinación exigió saber qué hay en los informes sobre sus comunicaciones personales y de Petrobras.
Brasil, aclaró a Obama, es una fuerte, sólida y gran democracia. Convive desde hace 140 años de forma pacífica con sus vecinos. No tiene conflictos étnicos ni religiosos, no abriga grupos terroristas, y su Constitución veda expresamente el uso y la fabricación de armas nucleares. Esas características, fácilmente comprobables, echan por tierra cualquier justificación a los actos de espionaje, sobre todo con el pretexto de proteger a Estos Unidos contra el terrorismo.
Con relación a los informes enviados por la NSA a Obama, la mandataria dijo que quería saber todo lo que hay, lo que contienen y lo que no
. Y, anticipándose a la traducción, espetó a su interlocutor: Everything, mister president. Everything.
Claro que aún sigue sin saber qué hay en el material colectado de sus conversaciones, y mucho menos de lo que se obtuvo del sistema de comunicación interna de Petrobras.
Por esas y otras razones, las relaciones entre Brasilia y Washington enfrentan tiempos de fuerte turbulencia. En realidad, desde la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca, y luego de un periodo inicial de intercambio de coqueteo explícito con el entonces presidente Lula da Silva, el trato entre los dos gobiernos se enfrió.
Entre los mandatarios, también: el primer obrero y el primer negro en alcanzar la presidencia de sus países jamás lograron buena química personal. Con la llegada de Dilma Rousseff, algunos analistas y diplomáticos creyeron que pudiesen establecerse relaciones personales más fluidas, que facilitarían el diálogo entre ambos gobiernos. Pues no, nada.
Ahora, la tensión alcanzó su grado más elevado. Brasil sabe de la importancia de las relaciones comerciales con Estados Unidos, pero igualmente sabe que a Washing-ton no le conviene para nada que persista el actual ambiente de profundo malestar e irritación.
Ese interés mutuo seguramente se impondrá sobre las malas relaciones personales entre los mandatarios de ambos países y sobre la grosería de violar la privacidad de los brasileños, que empezó por la presidenta misma. Pero los diálogos serán más duros.
Es obvio que Estados Unidos siempre espió a Brasil, a sus presidentes, a sus políticos, a sus empresas, a sus figuras más prominentes, pero nunca al nivel de invasión e intromisión que llegó ahora.
Es muy poco lo que se puede hacer para impedir ese espionaje permanente. En todo caso, Dilma dejó bien claro que no quedará inerte. Pretende denunciar la situación en el pleno de la ONU, buscará aliados para proteger los intereses brasileños, de empresas, inclusive, y podría sancionar a las compañías estadunidenses que sirven de cómplices al esquema.
Brasil ya no es el país periférico que era y Dilma lo sabe. Obama, al parecer, todavía no se da cuenta.
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