or fin se aprobó la Ley General del Servicio Profesional Docente, la más controvertida entre las piezas del rompecabezas que, sin precisión, se dio en llamar reforma educativa. Sobre el derecho de los ciudadanos a conocer con la mayor exactitud posible el contenido de las leyes debatidas por los “representantes de la nación, se impuso la propaganda mediática, la estridencia, la incapacidad de explicar los argumentos propios respetando los ajenos. Los números finales, las prisas, la obstinación para no admitir enmiendas ilustran, más bien, el fracaso del diálogo como fórmula para construir acuerdos satisfactorios que por su naturaleza rebasan el marco gremial.
En lugar de poner en el centro de las preocupaciones la transformación del modelo educativo
que está en crisis (y que, en rigor, debía justificar el sentido de los cambios) se aceptaron las hipótesis implícitas en algunos conocidos diagnósticos y se avanzó contra viento y marea sin alterar uno de los objetivos políticos originales: desmantelar el peso específico del magisterio como actor colectivo, es decir, anular por completo la participación del sindicalismo (corrupto o no) en el funcionamiento del sistema
educativo nacional.
Así, mediante la reforma a la educación se pretende modificar la relación corporativa entre el SNTE y el Estado, pero se pone en tela de juicio la fuerza renovadora de la reforma al anular la presencia magisterial democrática en todo el proceso. La definición de qué educación requiere el país aquí y ahora quedó en el aire o cuando menos subsumida en la argumentación desplegada por los grupos de poder que impulsan el reformismo oficial sin neutralidad posible. (Entre ellos algunos de los históricos adversarios de la escuela pública, del libro de texto, del laicismo en el aula, reciclados tras la alianza entre el SNTE y los presidentes panistas.)
La Presidencia, que se propuso recuperar la rectoría del Estado
para afrontar la crisis de la educación, fue incapaz de articular una propuesta integral para renovar con perspectiva histórica la idea de la educación como derecho sustantivo, sumiendo a la sociedad en el vago discurso que opone retóricamente al maestro real con la entelequia imaginada, economicista (e importada) como parte de la modernidad
que tanto complace a las élites. A pesar de los buenos augurios iniciales, al final se puede decir que la reforma falla en aquello que se consideraba como su principal exigencia: sentar las bases para conseguir la mejoría profesional de los maestros y avanzar así hacia la calidad de la educación.
La evaluación, corazón de la reforma, no aparece con transparencia como el instrumento más apropiado para fortalecer las capacidades profesionales, pues gracias a los actos fallidos de los autores del texto adquiere el tinte negativo de ser tan sólo un recurso en manos de la autoridad para mantener la disciplina laboral, muy alejado del intento de romper con el peso muerto de la burocracia estatal, erigida en juez y parte de las decisiones importantes.
Si bien es cierto que en el dictamen final se rectificaron algunos burdos excesos y se incorporaron temas significativos, como el de las normales, en definitiva los problemas de fondo quedaron pendientes. Uno de ellos, planteado durante la sesión del primero de septiembre, está contenido en el artículo 83, donde se asienta que Las relaciones de trabajo del personal a que se refiere esta ley con las autoridades educativas y organismos descentralizados se regirán por la legislación laboral aplicable, salvo por lo dispuesto en esta ley.
Ante este contenido, el diputado Altamirano se preguntaba durante la sesión del primero de septiembre ¿cuál es la lección que debemos aprender? Que si el gobierno considera indispensable crear un régimen especial de ingreso, sanción y separación de los trabajadores del sector de la educación, escogió mal el camino y el método. No hay ninguna excepción en la Constitución para que los trabajadores de la educación tengan un régimen de relaciones laborales distinto al Apartado B del 123
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La misma línea de argumentación siguió la diputada María Luisa Alcalde al señalar en la tribuna que el proyecto incurre en errores técnico-jurídicos fundamentales en la definición de conceptos como la permanencia y definitividad que no corresponden a los establecidos ya en la Ley Federal de los Trabajadores al Servicio del Estado, errores realizados con evidente dolo para incrementar la discrecionalidad en el despido del personal docente aun por razones ajenas a la responsabilidad educativa. Interpreta de manera equívoca elementos clave relacionados con la estabilidad laboral, suprime la garantía de audiencia tanto a nivel del propio personal docente como del sindicato, contrario a las reglas que han sido ya reconocidas por la Constitución, la ley burocrática y la jurisprudencia. Además, excluye la participación sindical, lo cual deja en total estado de indefensión a los maestros y viola los principios de libertad de asociación
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Sin duda, el horizonte se complica. El gobierno está dispuesto a hacer concesiones insignificantes para impulsar su proyecto de reformas estructurales. Tiene la fuerza legal para ello, habida cuenta la mayoría alcanzada en el Congreso gracias a la alianza vertebral con el PAN y otros partidos. Cuenta, lo hemos padecido todos, con el ruido aturdidor de los medios y un coro feroz que pide mano dura. Mientras tanto, en el campo de la izquierda persiste la división, la ausencia de una discusión constructiva orientada a la convergencia de la mayoría ciudadana. Vienen debates decisivos, sin exageración. Las reformas energética y hacendaria pueden inclinar el futuro en una dirección u otra. Lo menos que interesa, fuera de defender el patrimonio y la equidad de los mexicanos, son las disputas partidistas.