e sobra sé que no está bien que yo lamente nada –Eliza Landázuri escribe en La Voz Brava–, nunca he pretendido que mi decisión de retirarme a este poblado, a este Café Bravo y su ático, a este Café Bravo, su ático y su vista al Barranco de Brava, se justifique, y menos de atribuirla a la serie, temo que interminable, de lamentos que genuinamente se encargaron de orillarme al retiro, que incluían el dolor que sentí al leer cómo se lamentaba el entrenador de elefantes de un circo, de alguna república de la Unión Soviética, cuando se impuso el Glasnost y una consecuencia fue que él quedó sin trabajo, o el dolor de la grabadora mexicana M. C. ante el suicidio de su papá tras tal Nacionalización de la Banca, o al revés que padeció el dueño de la librería de la esquina cuando sus clientes optaron por leer en formato electrónico. Pero si creí que una vez retirada el mundo iba a dejar de dolerme, ¡qué desengaño! El mundo y sus cosas no me han soltado en mi retiro. Acá, a la distancia, aun desenredada de todo y de todos, el mundo y sus imprevistos, sus ganancias y sus pérdidas, continúan su asedio, me alcanzan, me estremecen incluso rodeada como estoy de la belleza del bosque en que consiste Brava, árboles, plantas, flores, bandadas de pájaros y su canto, el río y su murmullo, a pesar de la agitación que provoca cuando sus rápidos y sus saltos amenazan con hacerlo desbordar de su cauce, inundarnos, sumirnos de una vez en la nada en la que tarde o temprano, de una u otra forma, habremos de ser sumidos.
Esté bien o mal que yo me lamente de nada, y que mis lamentos justifiquen o no que me haya retirado al poblado de Brava, hoy comparto mi pena al recordar que los propietarios actuales de los pianos Steinway, sucesores del fabricante de instrumentos musicales, que fundó la casa original en 1853 y que dejó Alemania para establecerse en la ciudad de Nueva York en 1925, hace unos meses empezaron por vender el edificio sede en la Calle 57 Oeste, para poco después poner a la venta la compañía entera.
Debo decir que, fuera de reconocer el nombre como la marca mundial más prestigiosa de pianos, yo no sé nada de pianos, aparte de que tampoco recuerdo el Steinway Hall y ni siquiera creo haber reparado en él cuando he llegado a pasar enfrente, quién no ha estado en Carnegie Hall o en Lincoln Center. Pero los comentarios que hicieron algunos conocedores tras enterarse de las respectivas ventas, me parecieron tan sentidos y tan tremendos que me dolieron a mí como si se hubiera tratado de cambios o, mejor dicho, pérdidas, que hubiera sufrido yo misma.
Viejos pianistas temieron por la calidad de los nuevos pianos, cuya elaboración ahora estaría a cargo de una firma ocupada al mismo tiempo de la fabricación de una quincena de productos más, que incluyen limpia-parabrisas, máquinas de coser y ataúdes, cuando Steinway producía o fabricaba o, mejor dicho, creaba un único piano por año. Y esos mismos viejos pianistas se lamentaron muy en particular de que el edificio en sí fuera a ser desocupado. En él, en ese espacio específico, en el sótano, donde era costumbre probar los pianos, donde habían estado y ensayado y tocado concertistas, o mejor dicho, artistas como Vladimir Horowitz y Sergei Rachmaninoff y, aunque peque de sentimentalismo o incluso de fetichismo, quién no entiende la pena, o a quién no lo conmueve que desaparezca el ambiente, o el espacio, que dio significado a un encuentro excepcional con alguien excepcional.
Quien se duele, nunca va a olvidar que ahí, en ese mismísimo rincón del Universo, él conoció a Horowitz o estuvo tres segundos cerca de Rachmaninoff. Es cierto que nunca olvidará su propia emoción, como tampoco olvidará la infinidad de asociaciones que esa emoción le hubiera evocado y pudiera evocarle, lo cual, hay que decirlo, es todo un consuelo; pero sí va a sentir, cada vez que el recuerdo se le presente, que, así fuera para bien del mundo, él, en su persona, en su existencia, había sido despojado de algo excepcional, de algo así como la materialización de su recuerdo.
El lugar en el que hubiera ocurrido algo excepcional mantiene viva la posibilidad de que lo que fuera que hubiera ocurrido ahí se repitiera, por imposible que resulte suponerlo. Y que el lugar falte puede no justificar que alguien lo lamente, pero es incomprensible que exista quien lo considere ganancia.