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La música estalló y las cañadas estrenaron alegría
Alfredo Zepeda González Al amanecer del año 2000 una fiebre brotó en las alturas del municipio de Texcatepec, en la sierra del norte de Veracruz: la fiebre de las bandas de viento. Sin señales previas, sin convocatorias de concurso, en la comunidad de La Florida un grupo de jóvenes solteros –y otros casados– rumiaron el pensamiento de averiguar el costo de las trompetas en Pachuca, Hidalgo. Allá mismo se fueron a trabajar de chalanes de albañil para juntar el dinero. Diez meses después ya habían ganado –entre todos– para tres trompetas, dos saxores, tres trombones, un bajo de pecho, los platillos, la tambora y la tarola. Lo principal de una banda entera. Con el nombre de Tres Girasoles, se estrenaron en su celebración patronal de La Virgen de la Candelaria, el 2 de febrero; acompañaron las procesiones de la fiesta y le tocaron El torito al castillo de fuegos de artificio. El virus cundió y en ese 2001 ya se estaban organizando dos bandas más en la comunidad vecina de Nanthé y otras tantas en Boxizá; también despertó una banda semidormida en Pie de la Cuesta y nació otra más en N’kinhuá. El contagio se pasó a las comunidades de Debopó y Casa Redonda y cruzó el río Vinazco hasta la de Cerro Gordo. En cinco años, el número de bandas pasó de seis a 25. A 11 años del estreno, cientos de bandas resuenan en las cañadas de la sierra y en todo el abanico de la Huasteca. Con todo, las bandas de viento no son nuevas en la región. Desde hace décadas son elemento infaltable de las fiestas patronales. A Texcatepec llegaban –haciendo dos días de camino– las bandas de las comunidades de Tecapa y Atempa, del municipio náhuatl de Ilamatlán. Las bandas de viento ya tienen historia en la región, y es que ya es la cuarta generación de la familia González que se dedica a reparar instrumentos de viento en el pueblo de Tlahuelompa, del municipio hidalguense de Tianguistengo. El bisabuelo aprendió el oficio hace 50 años y fue allí, porque ellos han recibido el espíritu, del mismo modo que los otomíes de San Pablito Pahuatlán tienen el aura en exclusiva para fabricar el papel amate con la corteza del jonote. Lo nuevo, pues, del siglo XXI, es la proliferación explosiva de las bandas. Al principio en Texcatepec, pero luego también la fiebre cundió al municipio tepehua de Tlachichilco y a las estribaciones de la sierra en la huasteca veracruzana en Chicontepec, Ixhuatlán de Madero y Benito Juárez, y de allí Huautla y Atlapexco en la vecindad del estado de Hidalgo. Sin embargo, es indiscutible que el trío huasteco es el emblemático de la región. Y el secreto de la fabricación de la guitarra huapanguera y de la jarana –distinta de la jarocha– se guarda en Tamazunchale, en Zacualtipán y en la comunidad náhuatl de Canto Llano, donde crecen las maderas de cedro blanco y rojo y de palo escrito. Sólo el trío puede reproducir la música de ‘Bei doni, la danza de costumbre que “llega al corazón”, dicen los otomíes. La música de los tríos no ha mermado con las bandas, pero la novedad de la sierra es que los metales comenzaron a cantar multiplicadamente por donde quiera, con el aliento de los jóvenes indígenas y con el refuerzo de niños de ocho y de diez años retumbando la tarola y el bombo de 24 pulgadas. Otro asombro: en la región no hay una sola escuela de música a la que los muchachos náhuatl, otomíes y tepehuas tengan acceso. Ellos se van a su milpa a las siete de la mañana, regresan a las cinco de la tarde y, luego de las tortillas con frijoles, se juntan en la casa del director de la banda a ensayar, hasta cercana la media noche. Alguno que sepa más los introduce en la práctica de cotejar las armonías. En seis meses de aprender, la banda ya está tocando en la procesión de la fiesta de los elotes. Son miles los que repiten este ritual de sistema educativo. Así van incorporando nuevos tonos para tocar, desde la música de la ofrenda y la de las alabanzas hasta los corridos, las rancheras y las nuevas cumbias con ritmo inculturado. Todo el rango musical se recorre, y así se sabe que la identidad y la raíz no se pierden. Los chavos se tiñeron el cabello de verde brillante y amarillo seco, se colgaron aretes en los lóbulos y se elaboraron piercing, pero el corazón queda intacto. Cuando se reúnen para tocar, caben juntos el Son del elote, con una versión del Toro Mambo y una más, con arreglos de K-Paz de la Sierra. Los funcionarios de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) no entienden por qué –de repente– se quieren formar tres o cuatro bandas en una sola comunidad. Araceli Sampayo, la encargada de proyectos de cultura en Huayacocotla no logra hacer entender a sus jefes de más arriba que se trata de un movimiento cultural desde abajo. Porque en las oficinas indigenistas hay más afán por la ocupación ecoturística de las comunidades y por disfrazar el fracaso de proyectos productivos, desquiciados del contexto cultural de las comunidades. Desde el año 2003 los jóvenes músicos de Texcatepec se organizaron en la Asamblea de Bandas que se reúne cada dos meses para tomar el pulso del movimiento, reflexionar sobre el paso de sus comunidades y preparar la fiesta de la Santa Cecilia. Cada año, el 21 de noviembre la santita viaja en andas a la comunidad en turno. En el 2012 la acompañaron 28 bandas, desde El Tomate a La Florida, la longitud del recorrido fue de dos horas y media. Durante éste, cada una le ofrendó sus tres piezas más ensayadas. La radio comunitaria de Huayacocotla, la Voz de los Campesinos, es un eco que replica esta eclosión colectiva de los pueblos. En los programas El cantar del viento y Arriba bandas se desgrana el repertorio grabado directo en las cañadas de la sierra y los lomeríos de la huasteca. Allá en Nueva York lo escuchan también los migrantes otomíes en los audífonos del celular, mientras rebanan las lechugas en las cocinas del restaurante Neptune. Los colectivos de bandas de viento son una expresión de la fuerza sorprendente de los pueblos y comunidades, en medio del abandono y la agresión de los gobiernos. Los jóvenes indígenas de nuevo se hacen visibles en los vericuetos de la discriminación y los engaños, e invasiones a cielo abierto de las mineras y los megaproyectos.
Siete años tal para cual
Guillermo Briseño
El rock en México es un denominación para un conjunto grande de formas musicales que van desde lo que se conoce como rock en español, o sea las versiones en castellano (covers) de los éxitos estadounidenses y alguno que otro inglés, hasta el ska con choque físico, pasando por el blues, el gospel, el funk, el progresivo, el rock jazz, el punk, el metal y muchísimas formas con nombres y nacionalidades mezcladas. Una gran familia con nombres y apellidos que, por cierto, no tiene muy buenas relaciones entre sus miembros. Pero la música a lo largo de la historia toma y abarca significados que representan o simbolizan lo que los humanos somos, cómo pensamos, cómo vivimos la vida. Así que en las canciones, como el en teatro o las novelas, florecen virtudes y defectos. Lo simbólico es sustancia de la música instrumental sin duda, pero también de la música cantada. Sabido es que en ambos terrenos el imperio del comercio desempeña su labor corrosiva, aligerando justamente la condición simbólica, borrándola si pudiera. Pero ella resiste y busca oídos, inteligencias y talentos. Crear una escuela que ofrezca campo fértil al deseo de muchos jóvenes de ser músicos e incorporarse productivamente al universo del rock implica claramente ubicarla en el campo de lo simbólico o en el de lo inmediato comercial y práctico: adecuarse al sistema autoritario haciendo música para divertir y distraer. Así que hay que reunir lo musical y lo literario y proponer un concepto de escuela de rock desde México, en principio desde el Distrito Federal, porque es donde surgió la idea y donde vivimos los que la iniciamos, pero forma parte del proyecto abrir la oportunidad a jóvenes de todo el país. De hecho ya concurren a la escuela alumnos provenientes de Veracruz, Guanajuato, Baja California, Sonora, Puebla y el Estado de México. Es fundamental en ella fomentar la reflexión, ensanchar el panorama cultural de sus alumnos, por ello las conferencias y charlas con especialistas en música, literatura, historia, filosofía, periodismo, salud y tecnología. Con ese objeto las visitas a museos y lugares de interés histórico y artístico. La observación consciente, dentro y fuera de la escuela, del estado multicultural que es este país fortalece y seguramente orientará en el futuro el contenido simbólico de la obra de los estudiantes pero también el experimento musical y literario concreto. No estamos preparando una nueva generación de estadounidenses nacidos en México, como diría Carlos Monsiváis; usamos lo que necesitamos para hacer lo que nos place y alimenta, en aras de la dignidad y la autonomía. De la Escuela de Música del Rock a la Palabra (EMRP) han egresado cuatro generaciones (los alumnos estudian durante cuatro años en ella). El nivel general (no total) de las muestras de ensambles que se presentan a lo largo del año, incluidos por supuesto los recitales de graduación, es notoriamente alto. Se han publicado, por medio de la Secretaría de Cultura del Distrito Federal, dos tomos de la lírica en la Escuela de Rock (Parir chayotes I y II y ya hay material amplio para el tomo III). Tenemos en perspectiva la producción de un disco y otros que vendrán. Estamos trabajando la composición de canciones con décimas del escritor y repentista cubano Alexis Díaz-Pimienta, con lo que configuraremos un disco y ya iniciamos el intercambio que desarrollaremos con la escuela de repentismo que ese artista dirige en La Habana. Cabe recordar que a Díaz Pimienta lo conocimos vía Guillermo Velázquez, trovador y guitarrero de los Leones de la Sierra de Xichú, quien es parte del Consejo Consultivo de la EMRP. Sólo agrego que nuestra escuela forma parte del organigrama de escuelas del Centro Cultural Ollín Yoliztli que depende de la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad de México. La EMRP es pública, gratuita y de excelencia.
Como quien prende una vela Estamos tal para cual
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