Carlos Arruza II
ra mano a mano…
Carlos Arruza y su hermano Manolo, pese a ser unos imberbes jovenazos, empeñados estaban en ser toreros y el papá, lógicamente, quería que ellos regresaran a los planteles y a los libros, pero nada consiguió, así que los llamó para hacerles una propuesta que dejara satisfechas a las tres partes, pues de otra manera las cosas iban a ponerse peor.
Y así les dijo: pueden ustedes entrenar todo el día, pero en las noches se me ponen a estudiar
. Los chavales se pusieron más que contentos y, gracias a las influencias de una amiga de sus padres, fueron aceptados en la Escuela Nocturna número 5, ubicada en el mismo edificio de la número 1 de la que los habían corrido poco tiempo atrás.
¿Por dónde comenzar?
Ni idea tenían.
Así que se dieron a acercarse a La Flor de México y el Tupinamba, donde, especialmente en éste, se reunía mucha de la gente de coleta, pero eso de poco o nada servía; había que dar con alguien que los orientara, así que se dedicaron a preguntar por alguna persona que pudiera hacerlo y les dejara tomar capote y muleta y probarse un traje de luces y no faltó quien les dijera que don José Romero, el pintoresco Frascuelillo, además de eso, podía enseñarles a torear.
Y a retratarse fueron.
Escamoteándole algo del dinero del gasto a su mamá, se apersonaron con Frascuelillo, le alquilaron dos deslavados y deslucidos ternos y con esas fotos en mano, se sentían ya superiores a Gaona y Belmonte.
Don José Romero les enseñó cómo tomar el capote y a manejarlo, pero los hermanos lo que querían era torear y, a fuerza de indagar, se enteraron que el matador Samuel Solís tenía una escuela taurina en la plaza de Tacuba, así que investigaron su dirección y lo estuvieron cazando y una mañana, cuando salía de su casa, lo asaltaron los hermanos y le dijeron que eran dos maravillas del toreo. Le cayeron bien a Solías, quien les dijo que se fueran a Tacuba y que poco después los alcanzaría.
Y a la escuela de nuevo.
Ahí, en el plantel
de Solís, sin nada de libros, cuadernos y lápices conocieron a Javier Cerrillo (años después peón de confianza de Carlos), Porfirio Sánchez, Pepe Estrada y otros muchachos más, infectados todos de la araña
.
Y a estudiar.
Al contrario de sus días de pinta, no faltaron a ninguna de las clases taurómacas
durante un año, alternando todo esto con la escuela nocturna, de la que también emigraron y por las tardes se apersonaban en la sastrería de su padre, mientras éste se preguntaba si eso mismo le harían a los toros.
¿Serían capaces?
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Y vino el debut
Un grupo de ferreteros organizaron un festival taurino, de lo que se enteraron los dos hermanos que decidieron tirarse de espontáneos en el mismo becerro y tan bien estuvieron que, en un volado, se disputaron el honor
de despachar al torillo. Ganó Manolo, que cobró un estupendo estoconazo y todavía los hermanos le dieron algunos muletazos, mientras los vitoreaban sin cesar, sin faltar una lluvia de marmaja harto provechosa.
Y a lucirse…
Esa tarde, don Celerino Velázquez, estimado amigo de sus padres, no cesaba de presentar a los hermanos como dos futuros ases de la tauromaquia, lo que refrendó un buen número de aficionados que los habían visto en funciones
por la mañana y que los felicitaban calurosamente, sintiéndose ya dos figurones del toreo.
En camino iban…
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¿Y sus padres?
El lunes, se presentó en la sastrería del señor Ruiz Arruza uno de sus amigos, que no cesaba de elogiar a los muchachos por el alboroto que habían formado en el festival, así que decidió investigar que tanto había de verdad y se fue a ver a Samuel Solís, quien le corrió el toro
con lujo de detalles y fue así que comenzó a apoyarlos con ciertas reservas, lo que para los muchachos fue un triunfo de orejas y rabo.
¿Y la madre?
Doña Cristina, poco quería saber de las andanzas de Manolo y Carlos, lo cual es por demás comprensible, pues las madres de los toreros sufren lo indecible una tarde sí y otra también, por lo arriesgado de la profesión que yo, en lo personal, considero es la más difícil del mundo.
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Lo de siempre, hay que cortar.
Ya seguiremos.
(AAB)