os datos son devastadores, reflejo del páramo educativo que predomina en todo el país: 50 por ciento de los estudiantes de bachillerato no comprenden lo que leen, según revelan datos de la prueba Evaluación Nacional de Logro Educativo en Centros Escolares (Enlace) 2013. Nunca han existido en México tantas campañas de promoción de la lectura, tantas ferias del libro por todo el territorio nacional, pero estamos peor que antes.
Las dolorosas cifras antes consignadas son el respaldo estadístico que fortalece la experiencia cotidiana de quienes nos dedicamos a tareas educativas con estudiantes de nivel universitario. Nunca es recomendable hacer normativa la experiencia personal, pero cuando esa experiencia se replica una y otra vez con distintos grupos de estudiantes de distintas generaciones, tal vez, entonces, las lecciones obtenidas apunten hacia un panorama generalizado.
La mitad de quienes cursan bachillerato no comprenden ni pueden explicar lo que leen. También el porcentaje de quienes tienen esas deficiencias en las distintas licenciaturas es muy alto. Es un escándalo afirmar que en la cúspide de la escolarización es muy común constatar que un amplio número de estudiantes están lejos de manejar la lectura de comprensión. Sin embargo, uno lo constata vez tras vez, curso tras curso. ¿Cómo llegaron a proseguir estudios universitarios, qué sucedió en los niveles anteriores que no les enseñaron a leer, a saber dialogar con un texto, a ser capaces de argumentar en pro y/o en contra de lo que leen?
Hace varios años, cuando me di a la tarea por tratar de comprender las deficiencias en la lectura de libros, revistas y periódicos entre la población estudiantil universitaria, me ayudó a comprender la situación una profesora de inglés con años de experiencia en la evaluación de alumnos que presentan exámenes en la UNAM para acreditar que poseen lectura de comprensión de una lengua extranjera.
Frente al elevado porcentaje de quienes no aprobaban el examen de algún idioma (la mayoría elegía inglés), y ante la búsqueda de una explicación para dársela a los estudiantes que presentaban varias veces la prueba sin avances significativos en cada intento, la profesora llegó a la conclusión de que el déficit no estaba en la incapacidad de los alumnos para entender la gramática y el vocabulario suficiente de inglés, francés o alemán, por ejemplo, sino que su problema estaba en que tampoco podían comprender lo que leían en español. El mundo lingüístico y semántico de esos estudiantes era muy estrecho en su lengua de origen, luego entonces trasladaban esa estrechez a un segundo idioma y los resultados eran muy predecibles. Imposible transitar por otros territorios idiomáticos si carecemos de brújula para caminar con seguridad por el nuestro. En palabras de Ludwig Wittgenstein: Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo
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En un texto deslumbrante, Elogio (innecesario) de los libros, Carlos Monsiváis escribió que “gracias a la lectura, cada persona se multiplica a lo largo del día. El impulso del personaje de un relato, de una atmósfera literaria, de un poema, renueva y vigoriza las opiniones morales y políticas, vuelve por una hora un poeta o un narrador al que complementa con imaginación lo leído, ayuda a situarse ante el horizonte científico o social, vigoriza el sentido idiomático. Así sea a contracorriente de algunos textos, la lectura es el ingreso a la racionalidad, la fantasía, la grandeza de los idiomas, el don de extraer universos de la combinación de las palabras. Lo afirma Borges, que ya lo dijo todo con tal de volvernos su sistema de ecos: ‘No vivo para leer, leo para vivir’”.
En el desastre de la lectura en México la salida fácil es culpabilizar a los estudiantes de sus propias deficiencias. Ellos y ellas son el resultado de un sistema educativo prohijado por décadas. El problema está en las estructuras del país. ¿Cómo esperar resultados crecientemente mejores si todo parece estar organizado para negarle al estudiantado herramientas materiales y cognoscitivas que le permitan comprender y transformar su mundo?
El desdén por contagiar el deseo constante de aprender bien a los estudiantes es fehaciente cuando en la Secretaría de Educación Pública tuvieron cabida quienes prohijaron libros de texto para la educación básica con 117 errores ortográficos. Los 238 millones de ejemplares de libros de texto gratuitos contienen también falsedades geográficas (nota de Karina Avilés, La Jornada, 6/8). La mala ortografía de los libros de texto será corregida para la edición del próximo año escolar por integrantes de la Academia Mexicana de la Lengua. Similar tarea de corrección van a realizar con placas de monumentos y pinturas, en las que invariablemente están ausentes los acentos donde corresponden porque como lo escrito en cada placa está todo en mayúsculas, alguien siguió la consigna de que las mayúsculas no se acentúan. Vicio que está muy diseminado en México.
En nuestro país tenemos los recursos, y no me refiero nada más a los financieros, para salir del marasmo educativo. Mucho del gasto en el ramo se ha ido en corruptelas y obras fastuosas que no beneficiaron a la población estudiantil (como la onerosa e ineficaz Enciclomedia de Vicente Fox). Con lo que tenemos se pueden tener más y mejores logros, siempre y cuando en las instancias que toman las decisiones haya verdadero interés por la educación de la niñez y juventud de la nación.
Es imposible contagiar un hábito que no se tiene, es más eficaz que los programas de estímulo a la lectura estén en manos y corazones de quienes aman leer que bajo la administración burocrática de políticos que tal hábito les resulta ajeno y exótico.