as cifras sobre pobreza y carencias sociales presentadas por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social (Coneval) el lunes pasado son contundentes: hoy hay más mexicanos pobres que hace dos años y no se ha superado la carencia crucial que se refiere a la falta de acceso a la seguridad social que sufren millones. Tampoco dejamos atrás, aunque fuese por un poco, el número de compatriotas que tiene ingresos por debajo de las llamadas líneas de bienestar y bienestar mínimo.
Para darnos una idea de lo que ocurre: la población en situación de pobreza, definida por tener al menos una carencia social y percibir ingresos por debajo de la línea de bienestar
ascendió en 2012 a 53.3 millones de personas. Por su parte, los que tuvieron ingresos por debajo de la línea de bienestar mínimo, definido por el costo de la canasta alimentaria, llegaron a 23.5 millones, mientras que aquellos con ingresos por debajo de la línea de bienestar, equivalente al costo de las canastas alimentaria y no alimentaria juntas, representan 51.6 por ciento de la población total, poco más de 60 millones de mexicanos.
Contundentes son, sin duda, pero a juzgar por las primeras reacciones de la opinión pública, no logran ser convincentes. Para algunos, estos hallazgos ponen en entredicho los miles de millones
gastados en programas contra la pobreza, porque lo que han hecho es producir más pobres. Para otros, no se trata sino de una muestra más de la ineficacia del modelo
implantado al calor del cambio estructural de fin de siglo.
Sin menoscabo de la necesidad de evaluar con mayor precisión los cómos del gasto social a lo largo de los años; mucho menos de la conveniencia de examinar las relaciones sociales y productivas fundamentales del susodicho modelito, habría que decir, para empezar, que las realidades resumidas en el informe de Coneval nos retratan de cuerpo entero.
Más allá de modelos, malos usos y abusos del gasto y de las obsesiones con la eficiencia y la focalización que inspiraron los programas actuales contra la pobreza y las carencias de la población, están una estructura y un carácter sociales articulados por la segmentación profunda de sus contingentes y una acentuada insensibilidad de la política respecto de la pobreza y la desigualdad.
La otra cara del ominoso fenómeno de inmovilidad social que se apoderó de nuestras relaciones fundamentales en las pasadas décadas, sobre el cual el Centro de Estudios Espinosa Yglesias ha hecho estudios importantísimos (Informe de Movilidad Social en México 2013: Imagina tu Futuro).
Juntas, desigualdad, pobreza y estancamiento social, ofrecen un panorama ominoso que, por lo menos, debería reclamar la atención prioritaria del Congreso y el Ejecutivo. Sin un ascenso social inscrito en el crecimiento económico y los cauces institucionales, la lucha distributiva se vuelve un cuerpo a cuerpo donde anidan la violencia y la opción criminal, y para los jóvenes un fantasmal y cruel placebo.
Como sociedad nacional poseedora de una de las 15 economías más grandes del planeta, México no debería admitir el mal empleo, convertido ya en mayoritario dentro del de por sí precario mercado laboral; mucho menos regodearse con una estabilidad financiera y monetaria cuyo mantenimiento a ultranza está en la base de los resultados reseñados. Pero así ocurre.
Además, al hablar de nuestras instituciones, tendríamos que poner entre paréntesis la grandilocuencia con que solemos referirnos a ellas y reconocer que no han estado a la altura de su mandato constitucional de asegurar y garantizar a la población sus derechos fundamentales para una vida digna. Habría que preguntarse ya si ese conjunto de agencias, organismos y leyes que sustentan la acción del Estado en materia social puede cumplir con los nuevos mandatos constitucionales sobre los derechos humanos surgidos de la reforma de 2011.
De estos reconocimientos hay que partir para trazar un nuevo curso para nuestro desarrollo, marcado por la equidad y por el compromiso con la igualdad del Estado y de la sociedad en su conjunto. De poco sirve desgarrarse las vestiduras por los millones mal gastados, o desgañitarse por la absurda persistencia de una estrategia que no ha sido incapaz de arrojar los frutos prometidos, además que ha empezado a tener rendimientos negativos para la economía y la vida de los mexicanos, sino anteponemos la voluntad política y moral de cambiar los criterios y objetivos de nuestra evolución como Estado nacional.
Lo que hoy está ante nuestros ojos y oídos es la evidencia descarnada de que ni esos millones ni esos programas son suficientes, ni tienen la capacidad de abatir sostenidamente este cáncer que debería ser motivo de nuestra vergüenza. Lo que urge es que la economía crezca cada vez más rápido para crear los empleos necesarios, así como llegar a un compromiso fundamental con la dignidad del trabajo, que siempre ha querido decir seguridad y protección sociales efectivas, salarios decentes, salud y educación adecuadas.
Los que hoy no tenemos, pero de los que depende el mañana de la nación mexicana.