ace unos días, la presidenta Dilma Rousseff ordenó liberar de forma inmediata poco menos de mil millones de dólares para atender las enmiendas parlamentarias al presupuesto anual. Anunció, además, que en septiembre serán liberados otros dos mil millones de dólares. Esa montaña de dinero será empleada por los señores legisladores para atender intereses parroquiales de sus feudos electorales. En Brasil el presupuesto nacional, una vez aprobado por el Congreso, autoriza al Poder Ejecutivo a gastar, es decir, señala de cuánto puede disponer el gobierno a lo largo del año, promoviendo cortes o ajustes. Impone un tope, y nada más. No obliga al gobierno a cumplir lo que ha sido propuesto por él y aprobado por los parlamentarios. Es parte del juego. De la misma forma, es parte del ritual que en el Congreso la propuesta original sufra un sinfín de enmiendas. Ya la liberación de recursos para atender la demanda de diputados y senadores depende del Ejecutivo, en un ciclo vicioso de presiones y contrapresiones.
Al liberar, a estas alturas del año, miles de millones de reales para satisfacer a los parlamentarios, Dilma Rousseff hace un nuevo intento por mejorar las cada vez peores relaciones con su base aliada, que abarca 10 partidos de los más diversos orígenes, y sin otro compromiso visible que la voluntad de ocupar espacios de poder, con sus consecuentes prebendas. Encabezada por el PT de Lula y Dilma, esa alianza creada para asegurar la llamada gobernabilidad
tiene un costo cada vez más elevado, y no sólo en términos presupuestarios. También en términos políticos aliarse a grupos tan diversificados, tan variopintos, tiene un precio muy alto.
Dilma Rousseff, y tal como antes le ocurrió a Lula, parece resignada a esa circunstancia. Hay, sin embargo, diferencias cruciales. Primero: Lula tiene un carisma incomparable, mientras que el de Dilma, si existe, todavía no se deja ver. Segundo: Lula es un negociador hábil y la cintura política de Dilma es de piedra. Tercero: nunca, desde que en enero de 2003 el PT llegó al poder, el apoyo en el Congreso ha sido tan bajo y el precio tan alto. Ni siquiera en 2005, cuando se dio el estallido del escándalo del mensalão (sobornos a legisladores) –que casi le costó a Lula da Silva la relección al año siguiente– el índice de lealtad de los aliados fue tan bajo, especialmente en la Cámara de Diputados.
Luego de la oleada de manifestaciones de protesta que asolaron el país en junio, parece obvio que la semana que viene, cuando se levante el receso parlamentario, el escenario se haga todavía más turbio.
La constatación de la fuerte pérdida de popularidad de la presidenta luego de los sucesos del mes pasado –fenómeno igual ocurrió con todos los gobernadores estaduales sin excepción– también contribuye para que se agudice el apetito voraz de los aliados de ocasión.
Ahora insinúan retirar su respaldo a la relección. Hace tres meses disputaban quién le presentaba a Dilma los más contundentes juramentos de amor eterno. Reivindican más diálogo con el Poder Ejecutivo, o sea, quieren más puestos, más presupuesto.
Desde enero, el apoyo al gobierno en la Cámara de Diputados se desplomó a niveles inauditos. El principal aliado, el PMDB, apoyó al gobierno en solamente 56.06 por ciento de las votaciones, el más bajo índice desde que adhirió formalmente a un gobierno encabezado por el PT en 2007, todavía con Lula. Es menos de cuando no integraba la alianza del gobierno (2003-2006) y se declaraba independiente
. Incluso, el pequeño PSOL, que desde la izquierda es dura oposición a Dilma, ha sido más positivo: apoyó 56.14 por ciento de los proyectos del gobierno.
Otros dos aliados, el PSB y el PP, aprobaron, respectivamente, 64.79 y 63.85 por ciento de las propuestas que Dilma envió al Congreso. Lo más curioso es que el mismo PT de Dilma, que tiene el mayor número de diputados, retrocedió entre 2011 (primer año de su gobierno), y el primer semestre de 2013 de 95.19 por ciento a 92.15 de apoyo efectivo.
Todos los partidos de la base aliada han sido tenidos en cuenta para otorgarles ministerios, secretarías nacionales con rango ministerial o puestos clave en entes autárquicos y direcciones nacionales.
Vale destacar que el balance de la lealtad –o de su falta– tuvo como foco central las votaciones de todo el primer semestre, o sea, no está vinculado directamente a la oleada de protestas que desgastaron fuertemente al gobierno. Al contrario: menos de 10 por ciento de las votaciones en el Congreso ocurrieron después de la marea de manifestaciones callejeras.
Para este segundo semestre está previsto en el Congreso el análisis de temas cruciales para Dilma. De persistir ese clima francamente antagónico entre los partidos aliados y el gobierno, la tensión seguramente alcanzará niveles aún más elevados.
Es sabido que de muchas traiciones también está hecho el juego político. Lo que se ve en Brasil, en todo caso, es un claro ejemplo de hasta qué punto el bicho humano puede esmerarse por traicionar cada vez más.