Opinión
Ver día anteriorMartes 30 de julio de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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París extranjero
L

a fisonomía de París es por completo distinta durante julio y agosto. Diferente al del resto del año: sus tonos grisáceos, sus murmullos, su clima templado, sus prisas. Los colores hacen irrupción y no sólo en la ropa de los paseantes, las flores, las frutas. También en sus edificios y monumentos: de la pálida y uniforme ausencia de color de sus piedras surgen tonos calurosos. La fachada de la catedral de Notre-Dame adquiere una blancura de albatros en la mañana, sus piedras irradian fulgores rosáceos por la tarde. Algunos edificios parecen venir de Italia con los tonos ocres que toman sus piedras a la luz del verano. Las voces salen por las ventanas abiertas. Las personas se dan tiempo para pasear, olvidadas del tic tac que las empuja a correr todos los días. El calor inunda la ciudad que se vacía de sus habitantes. Aves migratorias, los parisienses abandonan sus calles a los enjambres de turistas que, de un monumento a otro, se arrastran envueltos en el sudario canicular.

Poblada de extranjeros, París se vuelve una ciudad extranjera. Abandonada por sus habitantes, los turistas la visitan como recorren ruinas de ciudades desaparecidas, sitios arqueológicos, pirámides que encierran en ellas, acaso para siempre, su misterio.

Andar así es andar a ciegas,
Andar inmóvil en el aire inmóvil

Con estos versos comienza El Tajín de Efraín Huerta. Leerlos es escuchar los rumores de aire prisionero… Caminar sobre su propia sombra… Como camino en un París canicular.

La afluencia de turistas, más numerosos cada año (29 millones el año pasado, 12 veces la población intramuros de 2 millones 215 mil 195 habitantes) cambia la fisonomía de la ciudad. Una observación se impone. Antaño, hubo una época cuando existían viajeros, e incluso aventureros. Hoy no existen más que regimientos de turistas. Antes, el viajero, joven o adulto, hombre o mujer, se adentraba solo, o acompañado de un amigo o una amiga, en la ciudad desconocida. Hoy, los turistas se desplazan en grupos de 50, incluso cien personas, en fila india, más preocupados en seguir la fila, con la vista fija en el trasero de quien va adelante, que en mirar, ya no se diga descubrir, la arquitectura de la ciudad que visita. Semejantes a un rebaño, deambulan tras un guía que los vigila con la atención de un pastor angustiado ante la perspectiva de perder un solo borrego, una cabra de su rebaño. Esta manera de viajar, desprovista de cualquier iniciativa, de un asomo de aventura, no deja al turista ninguna decisión personal, se le ordena solamente seguir y obedecer al programa decidido sin él. La catástrofe única sería que escapase a los planes y se perdiera. Extravío que es el mayor encanto del viaje. Pero el sistema industrial del turismo, enorme negocio financiero, habrá logrado acabar con la magia contenida en la sola maravillosa palabra de viaje. El fenómeno no es sorprendente. Corresponde al famoso progreso de los tiempos modernos donde la organización industrial, incluso del placer, exige la práctica en grupo, lo más numeroso posible. El ser humano reducido a la condición de cliente, nada puede hacerse sino colectivamente pues el único criterio es el del provecho máximo. El beneficio de los mercaderes, desde luego.

El turismo contemporáneo nada tiene que ver con la idea misma del viaje. Concepto anticuado frente a la industria sometida a la rentabilidad. En Francia, primer destino turístico desde 1990, con 83 millones de turistas y 114 de excursionistas (un total de 197 millones), la cifra de negocios anual rebasa los 35 mil millones de euros. Si esta cifra es inferior a la de Estados Unidos es, sin duda, porque la entrada a los monumentos más visitados en Francia, Notre-Dame y Sacré Coeur, es gratuita. Siguen el del Louvre y la torre Eiffel.

Pero quedarse en París durante julio y agosto, ¿no es descubrir una ciudad extranjera? Ni nórdica, ni del sur de Europa. Ni brumas fantasmales, ni gigantes disfrazados de molinos. Simplemente otra, la misma, extranjera.