n 1975 aún existía la pena de muerte en Francia, abolida por Mitterrand a su llegada al poder en 1981. Tocó a Badinter hacer el discurso frente a la Asamblea Nacional: después de todo él salvó la vida, como abogado, al asesino de un niño cuando preguntó a los integrantes del jurado si tenían verdaderamente ganas de cortar un hombre en dos. La pregunta convertía al jurado, con su escalofriante sequedad, en responsable de un homicidio, condenados a ese recuerdo el resto de sus vidas.
Pude ver todavía el fúnebre regocijo que expresaban los partidarios de la pena de muerte. Aglutinados frente al número 36 del Quai des Orfèvres, por la cual salían los condenados a la pena capital, transportados en un furgón a la prisión de la Santé donde aún se levantaba el temible instrumento concebido para decapitar a los condenados –al parecer la guillotina era capaz de abreviar el sufrimiento. Y escucharlos gritar a esa chusma de buenas conciencias: a muerte, a muerte
.
El paseo por los muelles del Sena de la isla de la Cité que dan sobre la rive gauche es un placer rico en contrastes. No sólo a través de épocas y siglos que siguen palpitantes en las piedras de Notre-Dame, dos siglos de construcción que van del estilo gótico al romano y se bañan en el barroco renacentista, construida sobre el templo galo romano dedicado a Júpiter. Viaje a través de la historia y la literatura. ¿Quién no recuerda a Quasimodo, personaje grandioso de Víctor Hugo?
Prosigo la caminata y veo el Hôtel Dieu, hospital a cuyas celdas de la sala Cusco conducen a presuntos delincuentes, enfermos o heridos. Esperaba mi turno para una radiografía –no como criminal, claro. De pronto, la enfermera me echó de lado y vi pasar con armas a la mano, cubiertos con chamarras de cuero, siete hombres con cara patibularia, más temibles que el criminal guardado por ellos: un hombre de cabellos enmarañados, transportado sin miramientos en una silla de ruedas, escupía borbotones de sangre. Se trataba de un criminal que había intentado suicidarse cortándose la lengua con sus dientes, me explicaron. ¿Y por qué esa carrera, esas pistolas al aire? Los policías también ven películas de policías y ladrones.
Sigue la Prefectura de Policía. Luego, el Palacio de Justicia. En su interior se levanta la joya gótica de la Sainte Chapelle, construida bajo las órdenes del rey San Luis para acoger las santas reliquias de la corona de espinas y añicos de la cruz en el siglo XIII.
Llego al Quai des Orfèvres. Pienso en la obra maestra que es la película de Clouzot con este nombre. La actuación magistral de Louis Jouvet en inspector, quien interroga a Susy Delair, a Bernard Blier, a la fotógrafa lesbiana en la temibles oficinas del 36, Quai des Orfèvres.
En esa dirección se aloja, en efecto, la Policía Judicial parisiense creada en 1912. A causa del centenario, se abrió al público por vez primera este edificio, tan secreto y sin embargo tan conocido gracias a las películas sobre Maigret. Su escalera de casi 150 escalones, sus celdas, sus salas de interrogatorios. El público pudo hacerse retratar de frente y de perfil como un presunto culpable y dar sus huellas, si tal es su antojo. Ver la exposición de fotos de célebres criminales como Landru, seductor de mujeres maduras a quienes heredaba desde luego muertas, el tétrico Petiot, lúgubre asesino de incontables judíos a quienes despojaba de sus bienes ofreciéndoles la libertad, otros menos tristemente célebres. Ver también una exposición consagrada a Maigret, interpretado por Gabin o por Cramer. Como señala un ex patrón de la Criminal, Simenon cambió la imagen siniestra que el público tenía de nosotros con su creación de este humano comisario.
Heredera de la Policía de Seguridad, creada por Vidocq bajo Napoleón, presidiario evadido, si la actual Judicial tiene su gran escritor con Simenon, la Seguridad lo tuvo con la inolvidable creación de Balzac que es Vautrin, personaje imaginario más real hoy que Vidocq.