n intenso debate sacude el mundo de la cultura en México. La remoción de Sergio Raúl Arroyo como director del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y el nombramiento de María Teresa Franco al frente del organismo ha provocado polémicas y denuncias. Lo que está en juego no es un asunto de filias y fobias hacia funcionarios públicos, sino de la defensa del patrimonio histórico.
Reconocidas voces del medio aseguran que la destitución de Arroyo fue resultado de la resistencia del funcionario a autorizar tres proyectos que afectan bienes culturales: la construcción del Cuarto Museo del Cacao en Chichén Itzá, las obras del teleférico en la zona de monumentos de Puebla y la explotación minera canadiense en la zona arqueológica de Malinalco.
Asimismo, afirman que la designación de María Teresa Franco fue producto de su proclividad a autorizar proyectos privados que dañan monumentos arqueológicos. No les falta razón. Directora general del INAH entre junio de 1992 y diciembre de 2000, con frecuencia se abstuvo de aplicar la Ley Federal de Monumentos y Zonas. Sin el menor pudor, avaló –en medio de fuertes protestas– la construcción de tres plazas comerciales sobre terrenos que forman parte del Perímetro A de Teotihuacán.
No es cuestión banal. El pasado está de moda y es buen negocio. Se le venera igual que se reverencia el dinero. El turismo es el principal consumidor de lugares históricos, constantemente recreados para satisfacer sus demandas. La industria turística se ha convertido en el principal constructor de una visión de patrimonio histórico, de una disneylandización de la historia similar a la que se buscó difundir con el espectáculo de luz y sonido en Teotihuacán. Para ella, el INAH y su legislación son un obstáculo. Necesitan tener al frente a alguien que les sea afín.
El INAH tiene como mandato de ley investigar, conservar y difundir el patrimonio arqueológico, antropológico, histórico y paleontológico de la nación para el fortalecimiento de la identidad y memoria de la sociedad que lo detenta
. Parte de esta legislación es el decreto publicado en el Diario Oficial el 31 de octubre de 1977, mediante el cual se establece que los museos nacionales y regionales, así como los monumentos arqueológicos e históricos y las zonas de monumentos arqueológicos, dependientes del INAH, no serán utilizados por ninguna persona física o moral, entidad federal, estatal o municipal, con fines ajenos a su objeto o naturaleza. Estos fines se establecen en la Ley de Monumentos Históricos.
El decreto fue promovido por el entonces director del INAH, Gastón García Cantú, para dotar a la institución de una cobertura jurídica que protegiera a los monumentos arqueológicos e históricos. En aquellos años era usual que políticos y empresarios usaran los edificios históricos, sin importar el daño que provocaran, para campañas políticas, bodas, celebración de quince años, eventos altruistas
y conciertos de gala.
García Cantú contó en distintas ocasiones cómo los escandalosos reventones de la primera dama, Carmen Romano, en el Museo Nacional de Historia, lo llevaron entrevistarse con el mandatario para solicitarle que los impidiera. El historiador, junto a Porfirio Muñoz Ledo, entonces secretario de Educación Pública, explicó al jefe del Ejecutivo por qué era inadecuado dar el permiso para efectuar una recepción más que organizaba su esposa. El Presidente le respondió que el cuerpo diplomático ya había sido convocado y, por tanto, no se podía cancelar el acto. García Cantú insistió en que el castillo estaba en peligro y le propuso que el Ejecutivo federal expidiera un acuerdo prohibiendo que los centros históricos o prehispánicos fueran sitios de reuniones sociales. López Portillo aceptó, aunque la francachela de su consorte no fue cancelada. El decreto contó con el aval de la comunidad científica, académica y laboral del instituto.
El INAH y la legislación federal que ordena su funcionamiento son un problema para el capital inmobiliario, la industria turística y los políticos que les sirven. También para los grandes centros comerciales y las compañías mineras que se topan con vestigios arqueológicos e históricos en sus operaciones. Asimismo, son un inconveniente para familias distinguidas y funcionarios públicos que desean utilizar los monumentos históricos para dar realce a sus actos sociales.
Para los señores del dinero es inadmisible que los bienes históricos y culturales no puedan convertirse en mercancías con las que obtener beneficios. Exigen, reiterada y sostenidamente, de manera abierta o soterrada, su desamortización, esto es, su paso a manos privadas. Para ellos, mantener públicos esos bienes impide que se generen ganancias e implica un gasto desmesurado. Quieren hacer negocio, ya. De paso, desean, apropiarse del capital simbólico que esas obras proporcionan, para darse lustre con ellas.
En su empeño han contado, frecuentemente, con el apoyo de una parte de las autoridades del Instituto, de Conaculta y de la Secretaría de Educación Pública y, por supuesto, con una abultada nómina de legisladores. Una y otra vez han procurado que se legisle a modo de sus intereses. Por lo pronto, no han tenido éxito, aunque lo van a seguir intentando.
Una parte muy importante de la comunidad, integrada por muchos de sus trabajadores, investigadores, profesores, profesionistas y mandos del INAH están firmemente comprometidos con la misión del instituto, lo que es un verdadero dolor de cabeza para los directivos que no lo están y para los intereses empresariales y políticos. Ellos se han apropiado de su materia de trabajo y se asumen como el INAH.
El compromiso de esta comunidad se ha hecho evidente una y otra vez, al denunciar los proyectos que ponen en manos privadas el patrimonio histórico, que dañan para favorecer intereses empresariales o que pervierten su sentido social. Son los trabajadores técnicos, manuales, administrativos e intelectuales de la institución quienes ha frenado la desamortización de los bienes culturales. Serán ellos los que, nuevamente, impedirán el avance de la agenda privatizadora si la nueva directora se empecina en impulsarla.