a detención o entrega pactada del presunto traficante Miguel Ángel Treviño Morales genera algunas interrogantes. Mediáticamente exhibió un aceitado manejo propagandístico binacional (incluida la actuación de Barack Obama en la trama), con eje en la nueva narrativa de seguridad y la persistente codependencia de los medios respecto de la agenda del gobierno de turno. Una codependencia que en virtud de la domesticación de los medios −mentalidad de manada
la llama Noam Chomsky− devino en un alud propagandístico favorable al régimen de Enrique Peña.
Según la versión oficial, fue un operativo limpio, de precisión, sin gastar un solo tiro y sin sangre ni violencia −ergo, sin bajas colaterales−, producto de labores de inteligencia e investigación de la Marina en coordinación
con el Ejército y la Procuraduría General de la República. La Marina y el Ejército no montan producciones.
Tampoco ponen (ahora) alias: lo de Z-40
es atribuible a la excitación de los medios todavía sujetos al guión del sexenio anterior. No se esposó al detenido para preservar sus derechos humanos (Murillo Karam dixit). Peña va en serio: Obama
. ¡Bravo!
Es de admirar la coherencia con el libreto de la nueva narrativa y el protocolo para presentar supuestos delincuentes anunciados el 14 de marzo por Gobernación. ¿Qué más? Ah, la ventanilla única
funciona y hay liderazgo
en Bucarelli. Misión cumplida. Tráfico sí, violencia no. Y tan, tan.
Oportuno, el suceso sirvió de cortina de humo para invisibilizar grandes problemas nacionales. Pero también es de gran utilidad para la fabricación del consenso y el control elitista de la sociedad, necesarios para el aterrizaje del proyecto hegemónico del gran capital en su nueva fase neocolonial y de reconquista del territorio nacional, en el contexto de una dominación de espectro completo
que abarca una política combinada donde lo militar, lo económico, lo mediático y lo cultural tienen objetivos comunes.
Dado que el espectro es geográfico, espacial, social y cultural, para imponer la dominación se necesita manufacturar el consentimiento. Esto es, colocar en la sociedad sentidos comunes
, que de tanto repetirse se incorporan al imaginario colectivo e introducen, como única, la visión del mundo del poder hegemónico. Eso implica la fabricación y manipulación de una opinión pública
legitimadora del modelo. Ergo, masas conformistas que acepten de manera acrítica y pasiva a la autoridad y la jerarquía social, para el mantenimiento y la reproducción del orden establecido.
Para la fabricación del consenso resultan clave las imágenes y la narrativa de los medios de difusión masiva, con sus mitos, medias verdades, mentiras y falsedades. Apelando a la guerra sicológica y otras herramientas de la acción encubierta, a través de los medios se construye la imagen del poder.
En eso andan Peña y su equipo. Bien. Pero surge una pregunta: ¿Quiénes son en realidad Los Zetas, que de acuerdo con la narrativa del sexenio anterior eran malísimos y cuyo jefe, hasta su detención, era Miguel Ángel Treviño?
Según Guillermo Valdés, ex jefe del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen, la agencia de inteligencia civil de Gobernación), Los Zetas surgieron en 1999 como cuerpo de seguridad de Osiel Cárdenas, entonces líder de la organización criminal del Golfo, y estuvo conformado por desertores
del ejército con formación militar de élite
.
Ellos profesionalizaron
al cuerpo de sicarios de Cárdenas, los dotaron de armamento y equipo de telecomunicaciones sofisticados; les enseñaron tácticas de guerra y contrainsurgencia; les enseñaron a torturar y asesinar con sadismo y complementaron el entrenamiento con sistemas de inteligencia y contrainteligencia
. Es decir, convirtieron a sicarios y matones en un verdadero cuerpo paramilitar
. Hasta aquí Valdés. Otras versiones oficiales afirman que desertaron de los Grupos Aeromóviles de Fuerzas Especiales (Gafes) del Ejército Mexicano, capacitados en operaciones encubiertas.
Especulemos −sólo especulemos− con otra variable: ¿Y si Los Zetas originales no fueron desertores? ¿Si fueron un grupo de operaciones encubiertas −entrenado, como indica Valdés, al estilo de los Boinas Verdes del Pentágono: para torturar y asesinar con sadismo−, que en el contexto de una dominación de espectro completo ejecutaron acciones paramilitares propias de la guerra sicológica, dirigidas a generar un terror caótico y de apariencia demencial para propiciar el desplazamiento forzoso de población y habilitar vastos territorios que quedaron expuestos al saqueo de recursos geoestratégicos y la explotación capitalista depredadora (verbigracia, minería, agroindustrias, megaproyectos de infraestructura, etcétera)?
Respecto a la caída de Treviño, el fortalecimiento monopólico del cártel de Sinaloa y una pax narca, cabe recordar que en el viejo PRI y el presidencialismo autoritario los grupos criminales tuvieron un desarrollo endógeno, desde el interior mismo de las estructuras del poder, no uno exógeno, paralelo y ajeno a ellas.
Los barones
de la droga no eran individuos completamente autónomos ni más fuertes que el poder político; actuaron en colusión con gobernadores, generales, empresarios y autoridades civiles y policiales.
Ese poder los creó, cultivó, protegió, toleró; se sirvió de ellos para sus propios fines, y llegada la hora los desechó y sometió sin mayor problema. Los penales del Altiplano y Puente Grande están llenos de ejemplos vivientes.
En tiempos de hegemonía plutocrática, el monopolio del poder político, el patrimonialismo, el control de territorio y de las corporaciones coactivas son elementos distintivos de un Estado que no apuntan precisamente a la creencia en la irrupción espontánea de bárbaros o advenedizos incontrolables que se habrían desarrollado fuera de las estructuras del poder.
Otros eslabones de la cadena permanecen intocables. ¿Qué sigue? ¿Un nuevo acuerdo mafioso para seguir administrando el negocio de la economía criminal?