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De viva voz ¿Quién habla? se preguntaba Mallarmé. La respuesta del poeta fue recogida en sus propios términos por Michel Foucault en Las palabras y las cosas: “En su soledad, en su frágil vibración, en su nada, es la palabra misma la que habla, no el sentido de la palabra sino su ser enigmático y precario”. La palabra habla, sostiene Mallarmé, que por poeta sabe de lo que habla. Y es que al ser dicha, la palabra se vuelve cosa: una cosa vibrante, rítmica, sonora; una cosa que más que a las otras cosas que señala o significa remite al ánimo y los sentimientos del que habla. Hay palabras que golpean y palabras que acarician; palabras tersas y palabras rasposas; unas ácidas, otras dulces, otras más amargas, algunas ponzoñosas… Por eso pienso que lo primero fue el canto. Es posible que antes de hablar la humanidad haya aprendido a cantar mientras trabajaba rítmicamente, a cantar para asustar a sus víctimas con voces estentóreas, a cantar para exorcizar a sus fantasmas, a cantar cuando enamoraba a su cónyuge emitiendo murmullos seductores. Y es que la musicalidad de la voz precede al significado de las palabras. Quizá, sólo quizá, el canto fue anterior al habla. Pero si la filogenia es dudosa, en términos ontogénicos no hay duda de que primero el ritmo del corazón materno y después las nanas nos despiertan a la vida; más tarde cantamos en los juegos infantiles; después le cantamos a la novia o al novio; cantando celebramos o protestamos; y no sería mala idea que al morir alguien nos despidiera cantando, como a la niña negra de Los juegos del hambre… “El lenguaje -escribe Foucault- hace visible la voluntad fundamental que mantiene vivo a un pueblo y le da el poder de hablar un lenguaje que sólo le pertenece a él. Y de pronto las condiciones de historicidad del lenguaje han cambiado; las mutaciones ya no vienen de lo alto (de un puñado escogido de sabios) sino que nacen oscuramente abajo, pues el lenguaje no es un instrumento o un producto -un ergon, como decía Humboldt-, sino una actividad incesante –una energeia–. Lo que habla en una lengua y no cesa de hablar en un murmullo que no se entiende pero del cual proviene, sin embargo, todo el fulgor, es el pueblo (…) El lenguaje no está ya ligado al conocimiento de las cosas sino a la libertad de los hombres”. Y este lenguaje liberador a través del que habla el pueblo es ante todo el de las canciones. Las primeras, las nanas. La que sigue es de Juana Inés, quien mucho sabía de ritmos y sonoridades, y fue escrita en el lenguaje de los negros esclavizados para ser cantada en los maitines de la Asunción de María de 1685.
-¡Oh Santa Malía, -¡Rorro, rorro, rorro, -Garvanza salara -Camotita linda -Mas ya que te va, Y si hay cantos a la vida que nace, los hay también a la muerte y sus angustias. Como este poema nahua de Huejotzingo, recogido por Sahagún en el siglo XVI: Canto de orfandad ¿Qué hemos de comer? ¿Dónde he de cortar, dónde ¿He de sembrar otra vez, acaso, ¿He de cuajar aún en mazorca Lloro: nadie está aquí: nos ¿He de verlos allá acaso? Hay canciones al nacimiento y a la muerte, y canciones a los acontecimientos históricos trascendentes. A principios del siglo XVI Juan de la Cueva da noticia rimada de cómo en tocotines los indios derrotados bailan y cantan su desgracia: Dos mil indios (¡oh extraña maravilla!) Y Ángel María Garibay tradujo algunos de sus fúnebres cantos. Últimos días del sitio de Tenochtitlan Y todo esto pasó con nosotros. En los caminos yacen dardos rotos, Gusanos pululan por Golpeábamos, en tanto, Cuatro siglos después, cantando hicimos una revolución, cantando la perdimos y cantando la recordamos, como en este corrido de Ángel Arellano. Despierten ya mexicanos Miren mi patria querida ¿Dónde está el jefe Zapata Fueron líderes primero Pero fue iluso Madero Zapata le dijo a Villa: Pero fue su ingrata muerte, Ya es justo que abran los ojos Porque otro suba al poder ya se Se canta al nacimiento, a la muerte, a las derrotas, a las revoluciones… pero también a la vida cotidiana: las rudezas del trabajo y las rudezas simétricas del amor. Las canciones que siguen las recogió Luis Rosado Vega, en su libro Claudio Martín, vida de un chiclero, y se refieren a lo que sucedía en las selvas y monterías del sureste en el cruce entre el siglo XIX y el XX. Chiclero si has de chiclear, Yo voy al monte a chiclear Pero a veces el hachero está enamorado. Como le doy a la caoba, En el corazón me has dado ¿Para qué sigues pegando Amor y albures con enfoque de género. En los pequeños campamentos chicleros de Quintana Roo, había siempre una mujer que preparaba la comida, ayudaba a procesar la resina y a veces le echaba los perros a algún trabajador A la que escribió esto quizá no se le daban los amores, pero si se le daban el verso… y el albur. Chiclero no piques tanto, Mira ese chicozapote El chicle se pone duro El amor es como el chicle
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