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Hidalgo Ayot Icacahuayo María Eugenia Jurado Barranco Etnóloga / IPN En los pueblos indígenas de México, las expresiones estéticas son formas de resistencia cultural, ya que nos remiten con frecuencia a maneras específicas de ver, sentir y actuar en la vida diferentes a las impuestas por la sociedad occidental. En el caso de la Huasteca hidalguense, durante la celebración del Xantolo-Miicaihuit, que inicia el 31 de octubre y finaliza el 30 de noviembre, fiesta de San Andrés, se ponen en escena diversas danzas y se genera una atmósfera sonora particular en que las bandas de viento, el trío huasteco, el caracol, los cocohuilos y el canto acompañado por la percusión de un caparazón de tortuga guardan la memoria de sus mitos, creencias e historia. En el caso de la concha de tortuga, la construcción de sus significados remite a la época prehispánica y se recrean en los mitos y creencias actuales, como veremos enseguida. Por las veredas, un anciano, Nicolás Tolentino, va percutiendo la concha de tortuga con una vaqueta de madera, mientras con su canto da la bienvenida a el tonalli o flor del alma de las personas fallecidas de la comunidad de Tecacahuaco, Atlapexco, Hidalgo; algunos jefes de familia lo invitan a interpretar su canto en el solar de su casa, en esta ocasión, para ofrendar a sus parientes fallecidos. A cambio le dan un poco de aguardiente, tamales, dinero, maíz o frijol. En toda Mesoamérica, incluida la Huasteca, la tortuga ha jugado un papel mítico primordial, como Madre Tierra que carga a los hombres; se le asociaba con la música.
La concha de tortuga representó los conceptos de muerte-vida, en donde a través de un ciclo por el que pasaban todos los seres (como el Sol, las semillas y los hombres) se recorría el inframundo, la tierra y el cielo. En ese tránsito del inframundo, de la oscuridad, de la humedad, del mundo de los muertos, se renacía por el Oriente, de ahí surgía el germen de la vida en un proceso cíclico que remitía a la fertilidad ligada con la música. En la actualidad, para los ancianos y especialistas rituales nahuas, teenek, tepehuas y totonacos, la Madre Tierra es una tortuga que enseña la música. Coinciden en señalar que de la concha o carapacho nació la primera planta de maíz, después de dirigirse la tortuga hacia una cueva con el grano en la “espalda”. Moisés Farías Hernández narró que “La conchita de la tortuga es muy bonita porque fue Chicomexóchitl que se la pintó, cuando su abuela, que no lo quería, lo mandó a conocer al caimán. Él tuvo que atravesar un río muy peligroso, la tortuga lo llevó en su caparazón, le ayudó a llegar a la otra orilla, donde vivía el caimán. El caimán se lo quería comer, Chicomexóchitl le dijo que sí pero que abriera muy grande su boca. El caimán la abrió y Chicomexóchitl se la arrancó, con la lengua hizo los rayos y con la pata del caimán hizo la flautita, pues le gustaba mucho la música. A la tortuguita le dio como una recompensa un pago, su conchita pintadita. Porque antes, la conchita de la tortuga no tenía pintadita la florecita que ahora tiene y que se la hizo Chicomexóchitl” (14 de diciembre de 2003). En esta narración se muestra el origen de las figuras que tiene el carapacho de la tortuga, hecha por el niño Maíz. Al considerarla como una flor, nos recuerda a Xochipilli, la fertilidad y a la música. Gabino Bautista nos platica que el canto acompañado con la concha de tortuga hace alusión a la ofrenda; al inframundo; al maíz; al venado, animal míticamente señalado como el padre del maíz, y a la tortuga, quien es considerada dueña del agua y Madre de la Tierra, que ayuda al niño Maíz, Chicomexóchitl, en sus andanzas, además de ser su pilmama. “Es el instrumento que sirve para llamar a las almas de los muertos” (1 de noviembre de 2000). Los ancianos que conocían el canto han ido falleciendo, por lo que es difícil que se dé la continuidad de esta manifestación musical.
Chihuahua Los últimos chapareques: lealtad y Gustavo Palacio Flores Antropólogo, jefe de la Unidad Regional de Chihuahua, Culturas Populares
Hubo una vez un tiempo cuando Onorúame (Dios, “el que es padre”) habló a los rarámuri (tarahumaras) y les encargó el cuidado de los equilibrios del mundo. En esa gran encomienda, el apego a la ética grupal, al trabajo y a la ayuda mutua, a la música y la danza, entre otros elementos, tendría un papel vital. Desde ese entonces y hasta la fecha, han tenido que ajustar esa trascendente tarea para evitar la ruptura de los equilibrios que deben ser preservados por encargo divino. Como mediadores de las fuerzas que gobiernan la Tierra, las celestes y las del inframundo, los rarámuri se conciben como los “pilares del mundo”, aquellos en quienes descansan los fundamentos y delicados equilibrios que sostienen al universo. Esa instrucción sagrada fue acatada celosamente por los rarámuri y a ello dedicaron sus afanes durante siglos, haciendo de la vida sencilla y de la lealtad a los principios ordenadores del mundo su mayor fortaleza y seña de identidad cultural. A ese tiempo ancestral pertenece un instrumento musical que los tarahumaras nombran chapareque, el cual forma parte del arsenal proporcionado por Onorúame para mantener en armonía el mundo. Elaborado de un humilde quiote curvo de maguey, al cual se le agregan cuerdas, que en el pasado eran elaboradas de tripas de animales como el zorrillo y que en la actualidad son metálicas, el chapareque es un arco musical cuya singularidad consiste en que la boca, al posicionar uno de sus extremos, es utilizada como caja de resonancia y moduladora del tono y la armonía de los sonidos que producen los dedos al tocar las cuerdas. Con una aparente sencillez interpretativa, el chapareque refiere y evoca la relación profunda que guardan los rarámuri con lo sagrado y la naturaleza. En la vida de los pueblos hay quienes conservan y participan de una tradición, pero hay también quienes son la encarnación de esa tradición. Los primeros alientan y dan soplos de vida; los segundos son la vida misma y el alma de esa tradición, los que poseen y conservan los conocimientos para su permanencia y reproducción. Ambos son fundamentales, pero un punto de quiebre y pérdida ocurre cuando, por complejos y multifactoriales procesos, el significado y valor colectivo del elemento cultural empieza a ser desplazado. Con base en sus mitos y tradición oral, para los tarahumaras, los chabochi (mestizos) representan la ruptura y desequilibrio del orden social y cultural original –por su presencia y la introducción de diversos modelos de desarrollo de los que aquéllos sólo han obtenido marginación y exclusión. Ante las fuerzas destructoras desatadas, la resistencia silenciosa de los tarahumaras se nutre y sostiene desde su cultura. Muchos de sus elementos están siendo debilitados y han sido mudos testigos de la degradación de su medio ambiente y la pérdida de sus territorios, así como de la disolución de sus vínculos comunitarios tradicionales. La tradición musical del chapareque no ha escapado a estas realidades. Apenas en la década de los 80’s se empezó a tener noticias sobre la existencia de este instrumento, y después a generar acciones de registro y difusión, alcanzando notoriedad a nivel nacional en 2012 con la obtención del Premio Nacional de Ciencias y Artes para uno de sus ejecutantes. Este hecho nos debe motivar a reflexión. Que un instrumento musical nativo, que proviene del pasado más remoto llegue a nosotros como novedad después de cinco siglos de coexistencia no es prueba más que del desdén, la indiferencia y el menosprecio que la sociedad nacional mayoritaria ha imprimido a su relación con los pueblos originarios.
En la actualidad, la escasez de intérpretes del chapareque denota la fragilidad del elemento en la cultura tarahumara. Son muchos los factores que obstaculizan su transmisión y continuidad y presenta grados de vulnerabilidad cercanos al riesgo de desaparición. Aunque existen esfuerzos institucionales para registrar, difundir y preservar esta tradición musical, el futuro del chapareque no depende de estas iniciativas sino de las capacidades y propuestas comunitarias que se realicen al respecto. Sólo los verdaderos poseedores de ese patrimonio podrán definir su futuro. El chapareque, ausente ya de los ciclos rituales comunitarios de los que formaba parte, tiene en sus dos ejecutantes reconocidos, Antonio Camilo en la alta Tarahumara y Guadalupe Estrada Cancio en las barrancas, una prueba de lealtad y resistencia extrema para mantener este vestigio de los tiempos cuando Dios hablaba con los rarámuri. La diversidad cultural y el patrimonio no son sólo un bien que se debe preservar, sino un recurso que se debe fomentar y desarrollar. Esta música, que proviene del pasado más remoto de la historia rarámuri trata de tomar nueva vida y significado en el nuevo equilibrio impuesto. El reto es descubrir nuevas formas de enfrentar el mundo; el chapareque tiene que contar de nuevo su historia y rehacerla para encontrar su continuidad y el sitio que le corresponde en el confuso mundo en que vive hoy, antes de que se desvanezca para siempre en el olvido. Para ello es importante sacar a la multiculturalidad del discurso hueco, y colocarla como eje que permita a los saberes y las tradiciones de los pueblos aportar sus conocimientos como alternativas que se requieren para enfrentar la crisis humana que vivimos. El apoyo a los que menos tienen y el respeto y convivencia armónica con la naturaleza son dos de muchos aspectos en donde podemos aprender de las visiones del mundo de los pueblos originarios, donde todo está conectado con todo.
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