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Culturas musicales de México: fusiones del antes con el ahora Álvaro Alcántara López UNAM
El discurso legitimador de la “modernidad” nos ha enseñado a ver a lo “tradicional” como su contrario. De tal suerte que si la modernidad está abierta al cambio, las innovaciones significan progreso y desarrollo a futuro, y lo tradicional carece de estas condiciones, o al menos, así nos han hecho creer. La imagen de “cambiar para seguir siendo los mismos” es la mejor muestra de ello. Acorde con esta idea, la “necedad” y obstinación de quienes viven inmersos en relaciones comunitarias son tan grandes que puede llevarlos incluso a hacer una revolución para continuar con sus costumbres, tal y como sus abuelos lo hicieron, y los abuelos de sus abuelos. Este discurso conservador y elitista niega a las personas ordinarias la capacidad de ser agentes de cambio, al tiempo que pretende imponerles una forma correcta de hacer, pensar y sentir. Según esta óptica (“progresista”), las tradiciones deben “modernizarse”, si no quieren desaparecer. Y la manera de hacerlo, de ayudar a la masa ignorante a transitar por el camino “correcto” es trazar “paso a paso” la ruta a seguir, indicando la meta por alcanzar. Sólo así y no de otra manera las tradiciones adquieren su derecho de existir. Entonces, nos dicen, para accionar los mecanismos del cambio social es necesario introducir agentes externos. Y éstos, al dinamizar el estado de cosas existente con nuevas ideas, tecnologías, rutinas, metodologías, etcétera, traerán la luz aquí donde sólo había oscuridad. Las culturas musicales de la tradición no son ajenas a este estereotipo. Y han tenido que lidiar con estas “camisas de fuerza” durante décadas. En sus versiones “bien intencionadas”, se pregona la necesidad de abandonar los sistemas cognitivos construidos desde la oralidad (que durante siglos han organizado la creación, reproducción, transmisión y circulación de muchas de estas músicas), para transitar (“evolucionar”, dirán algunos) a los sistemas de lectoescritura musical en pos de alcanzar verdaderos aprendizajes. Esta visión parece dejar dos salidas a todas luces engañosas: reconocer su valor social y artístico a partir de renunciar a su historicidad; o ganarse un futuro, a partir de renunciar a su capacidad de transformación y cambio. Este adoctrinamiento ha sido tan eficaz que -hay quienes afirman, ya sean músicos o funcionarios- que se está tocando “igualito” a los antepasados de hace tres siglos. Hoy sabemos bien que esos discursos legitimadores del origen y la esencia inmutable han sido el recurso más utilizado por las instituciones del Estado nacional para legitimarse en su misión histórica de servir de guía al pueblo. Una posibilidad de combatir esta visión estatista y colonial impuesta a las músicas tradicionales sería reafirmar que cada pieza del repertorio tradicional -como recuerda el etnomusicólogo Gonzalo Camacho- es una obra abierta que se reinventa en cada interpretación. Así, cada ocasión musical es una oportunidad renovada para que los universos sonoros de los sucesivos presentes se reencuentren con los sonidos de antaño provocando un acto creativo permanente y dinámico. Provocando una imagen que, parafraseando a Walter Benjamin, nos llevaría a imaginar fiestas como el fandango como un espacio en que el Antes y el Ahora se funden, generando la sensación de simultaneidad de tiempos históricos.
Sin importar el ámbito de la vida a que se refiera, las interrogantes respecto de lo que cambia y continúa tocan profundamente al pensamiento y la existencia humana. Las “camisas de fuerzas” de las que he hablado antes dificultan reconocer los procesos de renovación, creatividad y contemporaneidad de los complejos musicales y tradiciones festivas del país. Así, hablar de tradiciones modernas implica reconocer la capacidad que estas músicas han tenido para sobreponerse a las embestidas de las políticas institucionales herederas del Estado post-revolucionario y, más recientemente, de la industria del espectáculo. Hablar de tradiciones modernas no hace sino subrayar la capacidad de estas culturas musicales para atestiguar la historia y el archivo de memoria, dando voz a “los sin voz” y contando a quien quiere oír esa otra historia que transcurre en la cotidianidad. Continuidad -y esto hay que repetirlo una y otra vez- no significa desprovisto de cambios, ni de creatividad transformadora. Todo lo contrario. Si el huapango arribeño o las bandas de viento siguen vigentes en los espacios sociales después de tantos años es precisamente porque se transforman con el correr del tiempo, sirviendo como vehículo privilegiado para expresar las distintas formas de estar en el mundo. De allí que la llamada música tradicional sea por definición música contemporánea. Hace algunos años una vendedora de huipiles del mercado de Juchitán, Oaxaca, aclaró mis dudas respecto de lo que es tradicional.; y su lección ha resultado más eficaz que tanto parloteo académico empeñado en definir dicho concepto: “Tradicional es lo que nunca pasa de moda”. Con eso me quedo.
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