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Guerrero y Michoacán Evitando la cantina: los conjuntos Alejandro Martínez de la Rosa Universidad de Guanajuato campus León
Las músicas del occidente de México son reconocidas principalmente por el mariachi comercial; sin embargo, entre las culturas musicales de la macro-región de Tierra Caliente, específicamente entre los estados de Guerrero y Michoacán, subsiste la música de arpa grande, variante de hondas raíces que se hermana con las tradiciones de música de tamborita (para el lado de Guerrero) y mariacheras (para el lado de Jalisco). Su característica principal es precisamente el arpa grande, a la cual se le tamborea sobre la caja de resonancia. Esta forma de percusión del instrumento de cuerda traído por los españoles en tiempos de la Colonia echó raíz en tierras mexicanas para legarnos un gén subregión ero musical vigoroso y emotivo. Desde finales de la Colonia hasta la mitad del siglo XX, dicha tradición tuvo su auge de la mano de las celebraciones de bodas y rodeos o arriadas, en las cuales el llamado baile de tabla o baile de arpa hizo brotar la fiesta en la región durante décadas. Hoy es una variante musical en recesión, tal vez no de forma tan crítica como otras músicas tradicionales del país, pero que no tiene, como en el pasado, la misma proyección entre los jóvenes del suroccidente de México, a pesar de que algunos grupos musicales de las ciudades cercanas, como Morelia, México o Guadalajara, intenten interpretar y transmitir el legado de los viejos maestros de la tradición.
¿Qué sucedió? Hace ya algunas décadas, con el triunfo del estereotipo de charro cantor al estilo Jorge Negrete y los repertorios que llegarían con él de la llamada música ranchera (que no es otra que la canción del Bajío, distinta a las tradiciones de la Península de Yucatán y el Istmo de Tehuantepec), el repertorio de sones fue decayendo a favor de las canciones de borrachos y su contexto: la cantina. No es que en los bailes de tabla no se ingirieran bebidas propiciatorias, pero el contexto de la música era la fiesta del baile, de las familias; no había un grupo estrictamente establecido, se tocaba por evento, que para el caso de las bodas duraba desde el día anterior, en que se preparaban los nixtamales, hasta el día siguiente a la boda, o aun más. Con la canción ranchera, aunado a un corto tiempo de bonanza por la producción del algodón y del limón en la región, proliferaron los botaneros, lugares de juego y prostitución, principalmente en la ciudad de Apatzingán, a donde acudían jóvenes músicos de los ranchos quienes, al igual que sucedió en otro momento en la Plaza Garibaldi de la Ciudad de México, buscaron un mejor destino en las décadas de los 50’s y 60’s del siglo pasado. Sin embargo, al paso del tiempo, esto propició cierta homogeneización de sus repertorios rancheros originales, pues se comenzó a imitar a los cantantes de la radio y la televisión, quienes impostaban la voz de manera distinta a como lo hacían en la región o, en el caso de los instrumentos, las arpas tuvieron variaciones en su construcción para tocarlas parado, pues ahora el músico tocaba por pieza, de mesa en mesa, e intentando acortar la música y los versos para ganar más en menos tiempo, y evitando los sones difíciles, pues es más descansado tocar canciones rancheras, las cuales ya no zapatean los escuchas. No fue raro saber que muchos de los músicos cayeron en el abuso del alcohol o de las drogas. Por ello, los medios de comunicación han provocado en muchos sentidos que las fiestas de fandango vayan cayendo en desuso. Las variantes musicales de cada subregión van perdiendo su especificidad, pues había sones costeños y del Bajío que tenían su propia manera de bailarse; la gente de Apatzingán desconoce el repertorio; más allá de cuatro o cinco sones, la gente no zapatea, y los viejos músicos van siendo olvidados. Además, con la música de banda, hoy de moda gracias a los mismos medios de comunicación, cada vez son menos contratados. Algunos músicos viejos de rancho critican a los músicos de botanero porque “están de huevones” esperando en las plazas, jardines y glorietas a los clientes, narcos o no, para ganar sus centavos, mientras ellos eran campesinos y caporales, y sólo tocaban por el gusto de ser convidados a las celebraciones del pueblo. Por eso, los músicos de fandango resisten ante la llegada de la supuesta modernidad, lo novedoso. Michoacán, Guerrero y Estado de México El gusto y el son: Nadia Mercedes Salmerón García* y Camilo Raxá Camacho Jurado** *UAM-UNAM **ENM-UNAM
Todavía no amanecía cuando arribamos a Tlapehuala, Guerrero, provenientes de la Ciudad de México. Al bajar del autobús Estrella de Oro, nos internamos en el pueblo que aparentaba estar dormido. Aún no llegábamos al palacio municipal cuando escuchamos a lo lejos una banda de viento tocar un gusto y casi al mismo tiempo, en alguna calle aledaña, otra banda de viento empezó a tocar un son. Cinco minutos después, en casa de uno de los músicos más reconocidos de la Tierra Caliente, Filiberto Salmerón Apolinar (1905-1998), escuchamos a unas tres bandas de viento que interpretaban gustos y sones de la región. De esta manera, la música de viento anunciaba el inicio de “la novena”, parte del ciclo festivo de la fiesta mayor del pueblo. Era el 31 de julio del 2008. En la primera mitad del siglo XX, en la Tierra Caliente de la depresión del río Balsas que comprende porciones de Michoacán, Guerrero y Estado de México, todavía se ejecutaba un amplio repertorio musical que comprendía ensaladas, malagueñas, peteneras, indias, gustos, sones, zapateados, palomos, minuetes, dancitas, jarabes, zambas, valses, mazurkas, chotis, marchas, pasodobles, bolas, corridos y oberturas. Este repertorio perdía terreno frente a los géneros musicales que estaban de moda en ese tiempo, a saber: foxtrot, danzones, boleros, canciones rancheras, mambos, chachachá y posteriormente, cumbias, baladas románticas, rock and roll, entre otros. Los medios de comunicación masiva, así como la migración a Estados Unidos y el consecuente abandono de las actividades del campo, fueron decisivos para la transformación de la música calentana. Los contextos de ejecución donde adquiría sentido la llamada música de rastra perdían significado para las nuevas generaciones. Este cambio en los gustos musicales no sólo se ha dado en el repertorio, también en las dotaciones instrumentales, que se han transformado o desaparecido, como los conjuntos de chirimía y de cuerdas que dominaban la escena musical de la región durante todo el siglo XIX. Primero fueron las bandas de viento, las orquestas de jazz y las orquestas de baile; después, los grupos versátiles, y ahora, los teclados y el mariachi moderno. Si bien el emblemático conjunto de tamborita -conformado por dos violines, dos guitarras sextas y una tamborita- sobrevivió a estos cambios, no ha dejando de sufrir transformaciones. La guitarra panzona y la guitarra séptima fueron sustituidas por la guitarra sexta. El arpa que todavía se llegó a escuchar a principios del siglo XX también desapareció. Junto con el ocaso de estos instrumentos se perdieron rasgueos, golpes, afinaciones y estilos.
Los usos y las funciones de la música no escaparon a este proceso de transformación, lo que generó, en algunos casos, la pérdida de repertorio y olvido de géneros musicales como las ensaladas, las bolas, los jarabes, las peteneras, los palomos y minuetes, etcétera. En otros casos, sufrieron procesos de homogenización y fueron agrupados bajo las categorías nativas de gusto y son, como sucedió con las sambas, indias, malagueñas y zapateados. Ahora en el siglo XXI, y a pesar de que los terracalenteños siguen sufriendo la imposición de una forma de vida que va de acuerdo a los intereses del gran capital trasnacional, los gustos y sones se resisten a desaparecer, interpretados principalmente por las bandas de viento de la región y algunos conjuntos de tamborita. Esta música todavía hace zapatear, cantar, gritar y llorar a los hombres y mujeres de la Tierra Caliente que viven dentro y fuera de su región. Guerrero y Oaxaca El precario “traqueteo”
Carlos Ruiz Rodríguez Fonoteca INAH La Costa Chica es una de varias regiones en las que por tradición se ha dividido el sur del territorio mexicano. Esta zona comprende parte litoral de Guerrero y Oaxaca, desde Acapulco hasta Puerto Ángel aproximadamente. En tiempos muy añejos, una tradición músico-coreográfica tuvo amplia presencia aquí y se consolidó como la forma festiva más común en las comunidades afrodescendientes costeñas: el llamado “fandango” o “fandango de artesa”. Los fandangos eran ocasiones celebratorias colectivas como las bodas o las fiestas patronales, donde las personas interactuaban mediante la música, la versada, el baile, la comida y la bebida. El baile solía hacerse sobre una plataforma llamada “artesa”: cajón de madera de una sola pieza y grandes dimensiones, que en sus extremos tenía labrada la forma de la cabeza y la cola de un animal vinculado con la labor ganadera. El baile era acompañado por músicos que unían el canto a instrumentos como el violín, el cajón, la guacharrasca y el bajo quinto, entre otros. Cuentan los costeños de mayor edad que antaño podía haber celebraciones fandangueras que duraban hasta dos y tres días con sus noches y donde el “traqueteo” de los bailadores sobre la artesa no dejaba de sonar oyéndose a gran distancia como “tumbos del mar”. A la luz de viejos candiles de aceite o de una rama de ocote encendida, esos viejos convivios se iluminaban para dar vida al espacio donde se enamoraba a versos a la pareja pretendida, donde se ajustaban cuentas o cerraban negocios, o simplemente se deslumbraba a los presentes con la habilidad de improvisación en el baile.
Si bien el fandango de artesa se conservó vigente por muchos años, a mediados del siglo XX comenzó a decaer en el entorno costeño de manera generalizada hasta prácticamente extinguirse. A mediados de los años 80’s, gracias a la labor de algunos estudiosos, esta expresión resurgió, aunque de manera aislada, en pocas comunidades; ahora se le denomina “baile de artesa”. Desde entonces, la tradición de bailar sobre artesas se mantiene precaria y peculiarmente “viva”, apoyada por el esfuerzo permanente de algunas agrupaciones estables de músicos y bailadoras. Varias cuestiones han incidido en el devenir de las tradiciones musicales y músico-coreográficas de la región: el desarrollo tecnológico vinculado a la vida cotidiana, el acceso a un enorme caudal de información ligado al desconocimiento histórico de las propias tradiciones y la intensiva migración regional y sus repercusiones socioculturales son algunas de las cuestiones que más han influido en las expresiones locales. Quizá la mayor adversidad que enfrenta hoy el baile de artesa sea el hecho de que pocos jóvenes se interesan en aprender a tocar o bailar esos repertorios; los procesos de transmisión de conocimiento entre generaciones apenas se llevan a cabo. Por otra parte, a raíz de la creciente llegada de investigadores a la Costa, desde inicios de los 80’s, el papel de la historia, tanto oral como escrita, se ha hecho preponderante en el juego de identidades locales. En este pronunciado ajuste, las expresiones músico-dancísticas tradicionales se vuelven fundamentales en términos de reivindicaciones culturales; aquí, la investigación académica juega un rol significativo. Aunque esta expresión cultural se sostiene al amparo de frágiles estructuras sociales y económicas, sigue siendo fundamental para las identidades afromexicanas de la región: la artesa ha conservado su importante papel como medio para participar de una identidad, pues comprende en su haber parte significativa de la historia cultural de estos pueblos. Con justa razón, el baile de artesa sigue siendo considerado uno de los emblemas afrodescendientes de la Costa Chica. Esperemos oír ese profundo “traqueteo” sonando como “tumbos del mar” en los confines costeños todavía por varias generaciones.
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