ace un mes, Edward J. Snowden era un desconocido. De pronto apareció en Hong Kong y confesó ser la fuente de los secretos acerca de los programas de espionaje masivo de Estados Unidos y la Gran Bretaña que días antes había divulgado el periódico británico The Guardian.
Snowden había dejado su chamba en Hawai en una empresa de consultores tecnológicos contratada por la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos (NSA, por sus siglas en inglés). Antes había trabajado en la CIA. De Hong Kong viajó a Moscú para instalarse en un hotel en la sección de tránsito del aeropuerto, en espera de que algún país le conceda asilo. Su gobierno lo acusó de espionaje.
La NSA es un bicho curioso. Existe desde hace seis décadas y se sabe que forma parte del aparato de inteligencia (léase, espionaje) del gobierno estadunidense. Pero pocos conocen en detalle sus actividades y su presupuesto anual es un secreto.
Hacía tiempo que Snowden se había enterado del alcance del espionaje electrónico y telefónico de la NSA. Sabía que se intervenían las comunicaciones de individuos en el extranjero que podrían estar tramando un ataque contra Estados Unidos. Pero le preocupaba que también se estuviera espiando a los habitantes de Estados Unidos y que toda la información recabada luego se estuviera almacenando para un posible uso en el futuro.
Snowden decidió revelar algunos programas de espionaje a un reportero de The Guardian. Sabía que podría acabar en la cárcel, pero quería que el mundo supiera lo que el gobierno estadunidense estaba haciendo. Al parecer, su meta era (y es) mantenerse libre hasta que sus compatriotas y el resto del mundo entiendan lo que está ocurriendo con el aparato de espionaje gubernamental.
Lo que ha hecho Snowden ha sido objeto tanto de ataques feroces como de elogios. Se le ha descrito como traidor y espía, pero también como héroe y un whistleblower. Esta última expresión merece unas líneas.
Si uno descubre que su empleador, sea el gobierno o una compañía, está llevando a cabo actividades poco éticas, con las que no está de acuerdo, puede renunciar a su cargo, guardar silencio o quejarse. Si opta por quejarse, puede hacerlo de varias maneras. Puede valerse de los mecanismos existentes para ese fin dentro de la oficina gubernamental o empresa en la que trabaja. La experiencia en este renglón no parece muy positiva. De ahí que haya individuos que opten por denunciar en público lo que han descubierto.
En los años 70 Ralph Nader, un activista estadunidense que una década antes había denunciado como defectuosos algunos modelos de automóviles, inventó la palabra whistleblower para describir lo que había hecho. El término sirvió para distinguirlo de un informante
o, peor aún, de un soplón
. Es como el silbatazo de un árbitro para señalar que se ha cometido una falta en un partido de futbol.
Los ejemplos más conocidos en Estados Unidos de un whistleblower incluyen a los empleados de las compañías tabacaleras que denunciaron por esconder o minimizar los riesgos para la salud que representan los cigarros para los fumadores. También existen innumerables casos de denuncias de las condiciones de trabajo en ciertas fábricas.
El antecedente más parecido al caso de Snowden quizás sea el de Daniel Ellsberg, el empleado de la Corporación Rand que obtuvo documentos secretos del Pentágono en los que se demostraba que el gobierno estaba mintiendo acerca de su conducción de la guerra en Vietnam. En 1971 The New York Times y otros periódicos publicaron esos documentos bajo el título de Los papeles del Pentágono y se desató una tormenta política y jurídica.
En el caso Ellsberg, el gobierno optó por tratar de detener la publicación de los documentos y, cuando no lo consiguió, llevó a juicio al periódico y al propio Ellsberg. A la postre las cortes estadunidenses fallaron a favor de Ellsberg y los periódicos involucrados.
Dos aspectos del caso Ellsberg son relevantes para lo que está haciendo Snowden. El primero es el papel de la prensa y la relación de confianza que debe existir entre el whistleblower y el periódico o medio de comunicación al que quiere entregarle la información pertinente. En ambos casos los respectivos periódicos resistieron las presiones y los embates de los gobiernos afectados.
El segundo aspecto es que el whistleblower debe aceptar las consecuencias de sus actos. Ellsberg estaba dispuesto a acabar en la cárcel y, al parecer, también lo está Snowden. Si es así, ¿por qué no se entrega a las autoridades de su país?
Al parecer, lo que está haciendo Snowden (viajar a Hong Kong y luego a Moscú) es tratar de ganar tiempo. Quiere que lo que ha divulgado (y sigue divulgando) detone un debate en Estados Unidos acerca del papel del aparato de inteligencia de ese país.
Quizás Snowden busca que el Congreso de su país lleve a cabo una investigación de las agencias de inteligencia como la que encabezó en 1975-1976 el senador Frank Church, de Idaho. En esos años se logró exponer los excesos de la FBI y la CIA en sus actividades de inteligencia y acciones encubiertas. Church temía que su país cayera en el abismo de la tiranía
si la NSA y las demás agencias de inteligencia no operaban dentro de la ley y bajo una supervisión apropiada.
Empero, la reacción en Estados Unidos ante lo revelado por Snowden ha sido muy tibia. El gobierno ha insistido en que las agencias de inteligencia han logrado detener varios ataques terroristas y las encuestas indican que una mayoría de los compatriotas de Snowden aceptan que el gobierno espíe sus correos electrónicos, mensajes en el Internet y conversaciones telefónicas si ese es el precio que hay que pagar para sofocar la amenaza terrorista. Y muchos medios de comunicación y comentaristas han enmarcado el debate bajo el lema “seguridad versus privacidad”. Mientras los políticos no se atrevan a desafiar a la NSA, Snowden no conseguirá su propósito.